Hay muertes inevitables y muertes evitables. Muchas a causa de la COVID-19 eran evitables, no sólo en España. Fallaron dos principios: precaución y transparencia.
Leía recientemente la opinión de quien se preguntaba, con ocasión de la crisis por el COVID-19, cómo estar seguros de que las decisiones de los políticos son las apropiadas en medio de la incertidumbre. Creo que la pregunta, vistas las explicaciones que nos vienen dando, debiera ser cómo están ellos seguros de que sus decisiones fueron las apropiadas. Llama la atención, como denominador común en todas las comparecencias que a diario nos ofrecen, no tanto la falta de autocrítica sino la permanente reivindicación de la bondad de sus decisiones, actitud que queda en evidencia si la comparamos con la ofrecida en otros países (como Francia) donde sus mandatarios pidieron perdón, incluso con la actuación humilde y alejada del triunfalismo de aquellos otros que sin poder contener la pandemia al menos han minimizado su impacto (como Portugal y Alemania).
Tiempo habrá para comparar los distintos escenarios cuando salgamos de este túnel por el que transita nuestro país preso de una crisis donde el virus ha sido más letal en tasas relativas (en particular con los grupos de población más sensibles -los mayores- y más expuestos -los sanitarios) y que posiblemente también deje más cadáveres económicos. No soy quien de hacer crítica política, ni es mi trabajo ni tampoco mi intención. El tiempo es el mejor juez de las decisiones de nuestro gobernantes y las hemerotecas su principal testigo de cargo. Pero como jurista sí considero que tenemos ya la suficiente perspectiva para valorar si en la gestión de esta crisis nuestros gobernantes han aplicado dos principios rectores en esta materia: precaución y transparencia.
El principio de precaución está en nuestra Ley General de Salud Pública y también el Tratado de Lisboa, y su formulación supone que cuando exista incertidumbre científica sobre el carácter de un riesgo para la salud de la población se determinará la cesación, prohibición o limitación de la actividad sobre la que concurra. O dicho de otro modo por la propia Comisión Europea en el año 2000: cuando los datos no son concluyentes un planteamiento prudente y cauteloso sería optar por la hipótesis más pesimista. En nuestro país no se optó por esa actitud, siendo una constante durante el mes de febrero las afirmaciones optimistas de nuestros gestores públicos, sin distinción de gobiernos, con apelaciones a la fortaleza de nuestro sistema sanitario.
La formulación de ese principio, incluso por la jurisprudencia comunitaria (con el importante antecedente de la sentencia de las "vacas locas"), se expresa en varios criterios, uno de los cuales es el de coherencia, en el sentido de que las medidas que se adopten deberán tener una dimensión y una naturaleza comparable con las ya adoptadas en ámbitos equivalentes. Recuérdese que el 23 de enero se procedió a confinar a 11 millones de habitantes de la ciudad china de Wuhan, y que un mes después sucedió lo mismo con 11 localidades del Norte de Italia. Aquí esperamos al 14 de marzo, aunque antes, a pesar de la advertencias de las OMS, se permitió la asistencia a encuentros deportivos profesionales, salvo que fuera con equipos italianos, como si el virus sólo viajase con los "tifosi".
Gestionar con precaución obliga también a comunicar la información a la población, tanto en sus aspectos positivos (no es un virus muy letal, aunque luego se demostró que tampoco era una simple gripe), como las potenciales consecuencias (lo sucedido en China podía pasarnos a nosotros, como de hecho pasó y más). Pero no sólo eso sino que, con la perspectiva de ese principio, se debe actuar sobre el peor escenario posible, lo que obligaba a cumplir las recomendaciones de la OMS, haciendo acopio de equipos de protección individual para los profesionales sanitarios y de test para determinar el alcance de la infección. Aquí, superados por los acontecimientos, solo se procedió tras el masivo contagio entre sanitarios y usuarios de residencias de mayores.
La transparencia, ese otro principio al que también alude nuestra Ley General de Salud Pública, tampoco se ha cumplido. Buena prueba de ello es que mientras el 2 de marzo el Centro Europeo para la Prevención de la Enfermedades (ECDC) informaba que el riesgo asociado con la infección por COVID-19 para las personas en la UE se consideraba de moderado a alto, en esa misma fecha el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias se remitía a notificaciones posteriores para determinar las características epidemiológicas del COVID-19 en nuestro país. Se obvió que la información epidemiológica es un derecho que todos tenemos, reconocido en la Ley de Autonomía del Paciente, como garantía de la protección de la salud, pues el primer cuidado es aquel que se procura así mismo el ciudadano informado.
Pero ser transparente no sólo supone generar esa información epidemiológica, sino que va ligado a la rendición de cuentas (accountability), que conlleva hacer visible el proceso de toma de decisiones, el método aplicado y los resultados obtenidos. Como ha informado recientemente Transparency International "esta crisis ha puesto de manifiesto una lamentable falta de madurez en términos de acceso a los datos abiertos. De hecho, los datos rara vez han sido tan cruciales para la gestión de una crisis". Datos que todavía faltan o son equívocos (como el sistema de recuento de fallecidos). Por todo ello discrepo con que la valoración de la gestión pueda refugiarse en la incertidumbre del riesgo, quizás porque como decía Émile de Girandin "gobernar es prever".
Es cierto que el comportamiento de esta pandemia ha dejado en evidencia los sistemas de salud pública de muchos países -no sólo el nuestro-, e incluso a la propia Organización Mundial de Salud, cuyas recomendaciones quizás adolecieron de un tono excesivamente contenido sobre el alcance del riesgo, teniendo presente que ya en el año 2013 con ocasión de su duodécimo programa de trabajo advertía que el "el mundo está mal preparado para responder a una pandemia grave". Urge por ello el desarrollo de un nuevo derecho internacional de la salud que propenda con los mecanismos de coerción propios del "hard law" una mayor coordinación. También nuestra desconcertada Unión Europea deberá interiorizar otros mecanismos de organización ante tales riesgos. Los virus no conocen de fronteras territoriales y ningún país puede responder solo contra semejante amenaza.
Pero si algo ha demostrado esa crisis, que no solo es sanitaria, sino social y global, es que la capacidad de respuesta de la sociedad civil ha estado muy por encima de la de sus representantes púbicos. Desde ese adolescente de Baeza que ya en marzo se puso a realizar pantallas de protección con su impresora 3D, hasta el gran empresario textil que desde Galicia ha surtido de miles de prendas de protección para nuestros sanitarios. Y todo esto en una situación de confinamiento que ha limitado nuestras libertades más básicas bajo un cuestionado estado de alarma que chirría jurídicamente. Ojalá nuestros políticos sean capaces de reflexionar sobre todo lo acontecido, hacer esa autocrítica hasta ahora ausente y sentar las bases para una nueva organización que permita gestionar mejor la incertidumbre de nuevas pandemias.
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