El neurocirujano Paul Kalanithi narró en un libro su experiencia como paciente oncológico. En ese trance, la información tiene más que ver con la humanidad que con exigencias del sistema.
"Recuerda que vas a morir. VIVE" es la autobiografía póstuma del joven y brillante neurocirujano norteamericano Paul Kalanithi. Este libro llamó mi atención en una de las frecuentes visitas a mi librería habitual, cuando ya tenía otro en mis manos para colmar el tiempo de sosegada lectura en las cortas vacaciones de Semana Santa.
Que su autor fuera un médico ya fallecido, galardonado en varias ocasiones y que en la faja promocional del libro viniese una recomendación de Henry Marsh, otro reputado neurocirujano, autor de la afamada Ante todo no hagas daño, me llevó a aceptar el reto de leerme no uno, sino dos libros en mis cuatro días de dolce fare niente.
Empecé las dos lecturas a la par y enseguida me quedé sólo con el libro de Kalanithi, por el apresurado deseo de llegar al final aun a sabiendas del desenlace vital de su autor y protagonista, que arribé mientras escuchaba rugir las olas en la playa de Patos (Nigrán). Ruido de fondo muy apropiado para poner sonido a su batalla perdida contra el cáncer de pulmón.
El libro empieza con los primeros síntomas, que ya sospecha que pudiesen deberse a esa enfermedad, sugiriendo a su médico una resonancia magnética nuclear que descarta por los programas de reducción de costes, según confiesa. A lo que nuestro autor se pregunta: "¿Por qué me comportaba con tanta autoridad con la ropa de cirujano y con tanta docilidad en cambio con la bata de paciente?"
En ese vía crucis (permítanme la oportunidad de la metáfora religiosa) por la enfermedad sin abandonar la ropa de cirujano, deseoso de concluir su residencia (no confundir con el periodo MIR), nuestro protagonista vive en su propia carne la dimensión moral de la profesión médica; la búsqueda de la excelencia técnica sin perder el contacto humano con el paciente.
Y esos pasos morales que Kalanithi va dando a trompicones nos revelan que el objetivo no debe limitarse a salvar vidas, sino a ayudar al paciente o a su familia a entender su enfermedad o la propia muerte. Por eso "cuando no hay lugar para el bisturí, las palabras son el único instrumento del cirujano", para con ellas "forjar un pacto con un compatriota doliente".
El consentimiento informado deja de ser así un "trámite jurídico en el que se enumeran apresuradamente los riesgos, tal como la voz en off del anuncio de un nuevo fármaco", porque "zambullirse demasiado en las estadísticas es como tratar de saciar la sed con agua salada. La angustia que implica afrontar la mortalidad no se remedia con probabilidades".
Siglos atrás la palabra paciente significaba exclusivamente objeto de una acción, y así es como se siente por momentos, algo a lo que se revela en la relación con su oncóloga hasta cruzar "la frontera entre médico y paciente... entre sujeto y objeto", para abandonar el tono magistral de los médicos porque ellos "también necesitan esperanza".
En la fase terminal de su enfermedad, bruscamente evolucionada y ya hospitalizado, siente a su alrededor el caos del corifeo de opiniones médicas hasta redundar en la cacofonía, por la discrepancia de unos especialistas con otros hasta preguntarse "¿quién es el capitán del barco?" (atinar con la respuesta adecuada es la clave de la medicina en estas situaciones).
Su postrer fallecimiento nos lo relata con emoción su viuda en el epílogo de libro, un ejemplo de cómo los cuidados paliativos pueden ayudar en ese otro epílogo de la vida que es el duro trance de morir. No obstante, el mejor punto y final está extrañamente en el prefacio: la dimensión moral del médico reside en alcanzar la empatía con las personas que sufren.
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