La autonomía del niño en la novela de Ian McEwan «The Children Act» y su conexión con la nueva normativa española. Publicado en el Diario LA LEY, nº 8959, de 11 de abril de 2017. Por Eugenio Moure González - Socio director de Eugenio Moure Abogados.
“Los niños comienzan por amar a sus padres, cuando ya han crecido los juzgan, y algunas veces hasta los perdonan” (Oscar Wilde).
Abstract: La novela de Ian MacEwan “La ley del menor” sirve de pauta al autor para analizar las recientes reformas legales que afectan a la autonomía del menor en relación, principalmente, a los tratamientos médicos y al aborto. El cambio normativo en relación a esta última intervención médica es objeto de comentario crítico al entender que deja en entredicho el principio superior de mayor beneficio para el menor.
Opinión: Fiona es una jueza inglesa especialista en Derecho de familia, protagonista de la novela “La ley del menor”, que tiene que resolver la negativa de un menor de 17 años a someterse a un tratamiento médico indispensable para salvar su vida, al que se opone por cuestiones religiosas. Pero el hilo conductor de este artículo doctrinal podría ser no tanto una ficción, como la referencia más prosaica a cualquier sentencia de las muchas que se dictan por los jueces de familia en España, resolviendo los conflictos que provocan la disputa por la educación de los menores. Un escenario de litigio menos frecuente es el relativo a su salud, pero en ocasiones también se produce el cuestionamiento de los tratamientos médicos, bien por discrepancias entre los progenitores, o entre éstos, el menor y los médicos tratantes. Los cambios legales acaecidos en el 2015 suponen una revisión de la autonomía del menor, particularmente del que es maduro, hasta el punto de que la mayoría de edad sanitaria (16 años) viene a ser relativa, al quedar fuera de la libertad inherente a la misma los tratamientos médicos indispensables para preservar la vida del menor, pero también el aborto. El legislador ha equiparado la protección del menor frente a su propia decisión, a la protección del “nasciturus” frente al deseo de abortar, obligando a la intervención judicial, previa información en ambos casos a los padres del menor. Si la primera medida es coherente con las convenciones y tratados internaciones suscritos por nuestro país, la segunda genera disfunciones que el autor, con ánimo crítico, deja en evidencia. El interrogante final que cierra este trabajo recupera a la jueza inglesa protagonista de la “La ley del menor” y al espíritu de esta obra para evidenciar lo desafortunado de la reforma.
1-. Sobre “La ley del menor” (o “The Children Act”): revisión de un caso novelado.
La novela de Ian McEwan titulada en español “La Ley del menor”, traducción literal del original en inglés, comienza con una cita legal: “Cuando un Tribunal se pronuncia sobre cualquier consulta relativa a (…) la educación de un niño (…) el bienestar del menor será la consideración primordial del juez” (Sección I (a), “The Children Act”, 1989).
Con ese enunciado la novela recrea los avatares profesionales y personales de Fiona Maye, jueza del Tribunal Superior de Londres, especializada en Derecho de Familia. El hilo conductor de la trama es un caso que Maye ha de resolver y que atañe a un adolescente de 17 años, Adam Henry, testigo de Jehová y enfermo de leucemia que se niega a ser transfundido.
Ante su jurisdicción se somete la demanda del hospital que pide su autorización para realizar la transfusión con la oposición procesal de los padres. Se dirime así el clásico conflicto entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad en el contexto de un menor, en este caso maduro, que rechaza con convicción un tratamiento sin alternativa posible.
Pero antes de entrar en el núcleo de la trama conviene destacar la visión de esta experta en derecho de familia sobre los conflictos que ha de resolver a diario. Alude a que lo que está en juego generalmente no es la simple disputa de unos padres por la custodia, sino “el contexto entero de su educación” hasta el punto de explicarlo como “una pelea por su almas” .
Y con esa tesitura Maye dice que “en esta materia existía una predisposición innata a favor del , siempre y cuando pareciese benigno” . Ahora bien, reconoce que esa idea puede producir diferentes resultados “porque los jueces son también personas”, de ahí que sea “inevitable cierto grado de diversidad en su aplicación de los valores” .
Y sus valores (“asideros civilizados” les llama Maye) son que el bienestar del menor es social porque “ningún niño era una isla” dependiendo de una “intrincada red de relaciones” . Por eso las decisiones han de tomarse con calma, añade, sin perder la perspectiva de “la infinita variedad de la condición humana” , tomando como referencia la “doctrina de la necesidad” .
Recuerda como en ocasiones acudía incluso a su propia infancia para hallar la solución atinada, poniéndose en la piel del menor, pero añadiendo que para eso es preciso tener un trato directo con él, a fin de “formarse una opinión por medio de la observación directa” , que siempre mejor que confiar esa labor a terceras personas, en general asistentes sociales.
Y lo justifica al decir que “la vida de los niños estaba documentada en la memoria de un ordenador, con mayor exactitud pero con bastante menos amabilidad” . Con esa convicción Fiona antes de resolver acude al hospital donde permanece ingresado Adam para explicarle “que no se encuentra en manos de una burocracia impersonal” .
Esa entrevista, sentada ella al lado de la cama donde yace Adam, es todo menos impersonal, indagando sobre los gustos y aficiones del menor, su familia y sus anhelos. Cuando Fiona aborda la cuestión de la transfusión descubre que era “un sermón lo que ella estaba oyendo, reproducido fiel y apasionadamente” por un menor que parecía “portavoz de su secta” .
Sin embargo, esa muestra de adoctrinamiento no pude ocultar a un menor sensible que expresa, quizás inconscientemente, un disimulado deseo de vivir cuando se despide de la jueza con un “¿volverá?” . Fiona lo tiene en cuenta para apreciar la auténtica comprensión sobre el alcance de su inequívoca decisión y el credo religioso que la inspira.
Parte de la base que "había una diferencia entre un menor competente de 16 años que accede a someterse a un tratamiento en contra de la voluntad de sus padres (...) que rechaza(r) un tratamiento que le salvará la vida" . La premisa es que "el bienestar del menor prevalece", entendiendo que éste "engloba tanto el estado de salud como los intereses" .
Reconoce que "es un derecho fundamental de los adultos rechazar un tratamiento médico. Medicar a un adulto contra su voluntad es cometer un delito de agresión" , pero Adam todavía es menor y "su infancia ha sido una exposición ininterrumpida y monocroma a una categórica visión del mundo, y es inevitable que esa imagen lo haya condicionado" .
Por eso considera que "no contribuirá a su bienestar sufrir una muerte atroz e innecesaria y convertirse de ese modo en un mártir de su fe", de ahí que tenga que "ser protegido de su religión y de sí mismo" . En ese conflicto de intereses la jueza considera que "su vida en más preciosa que su dignidad" .
En consecuencia, invalida los deseos de Adam y de sus padres y ordena prescindir de su consentimiento para realizar por el hospital la transfusión que precisa. Pero la novela no acaba ahí. Con el trasfondo de una crisis de pareja que debilita el tono sentimental de la jueza, aparece de nuevo Adam, ya mayor de edad, enviándole cartas y buscando el reencuentro.
Este se produce de forma inesperada para la jueza que, al margen de la lógica prevención, atiende al joven con afecto, el cual le expresa su agradecimiento por salvarle la vida y por abrirle los ojos a una nueva vida. Le cuenta que "la religión de mis padres era un veneno y usted fue el antídoto" .
Pero eso no impide que el joven se quede en una situación de incertidumbre ("la verdad es que no sé dónde estoy" , dice), hasta el punto de pedir ayuda a la jueza y confesarle que quiere irse a vivir con ella. Busca que le oriente en la vida, pero ella le disuade, lo que genera una frustración que confiesa por medio de un poema críptico.
Fiona, presa de sus propios problemas, no descifra el mensaje que encierra y finalmente se entera de la muerte de Adam, que recae de su enfermedad y se niega a ser transfundido. La zozobra que le genera merece una reflexión final: "la asistencia, el bienestar del menor eran sociales. Ningún niño es una isla (...) Quería lo mismo que todo el mundo (...) Un sentido" .
La jueza "pensó que sus responsabilidades terminaban dentro de las paredes del Tribunal" . Quizás estaba en lo cierto, por eso la novela también nos revela las propias imperfecciones del sistema judicial. Su propio título lleva implícita una crítica a una norma que, con un loable voluntarismo, deja en manos del juez de turno la resolución del caso y su continuidad.
Haciendo buena esa célebre frase de que “llevamos nuestra infancia con nosotros” , los recuerdos de nuestra protagonista le traicionaron. Cobra sentido la recreación de su propia adolescencia, con la emancipación temporal en un ambiente más liberal y propicio para la transgresión de ciertos hábitos de su estricta educación victoriana.
Episodios que Fiona recuerda con nostalgia al estar su vida marcada por un rígido sentido del deber. Su rechazo a Adam, sin que supusiese dejación de sus funciones, es la objeción personal que late en la propia jueza. Porque el bienestar del menor no concluye con una resolución judicial impecable, sino que es la búsqueda permanente de aquel objetivo.
2-. Sobre el concepto de menor maduro en la nueva legislación española.
En los últimos tiempos hemos pasado de una rígida separación entre la mayoría y la minoría de edad, a establecer la capacidad de obrar como una adaptación al proceso evolutivo que determina la madurez del menor; es lo que el Tribunal Constitucional ha denominado el “derecho a la progresiva autodeterminación” (STC 154/2002, de 18 de julio).
Esto se traduce en una graduación en la expresión de los derechos que le son propios, recogidos en la Convención de los Derechos del Niños: a la información y a la protección frente a la información perjudicial (art. 17), a ser escuchado (art. 12), a la libre expresión de sus opiniones (art. 13), a la libertad de conciencia y de religión (art. 14), entre otros.
La personalidad se va formando progresivamente por el acopio de las propias vivencias y el incremento gradual de su capacidad de discernimiento, de ahí los mandatos legales de ejercer la patria potestad de acuerdo la personalidad del hijo (art. 154.2 CC), y de interpretar las limitaciones a su capacidad de obrar restrictivamente (actual art. 2 LO 1/1996).
Cobra sentido en esa nueva representación de las capacidades del menor y sus consiguientes derechos la reforma operada en el año 2015 en el artículo 162 CC que reserva a los padres en relación a los actos relativos a los derechos de la personalidad únicamente los deberes de cuidado y asistencia al menor maduro, coto vedado así al imperativo de la patria potestad.
Ese concepto ha de ser aplicado valorando las circunstancias concurrentes, o como hace la Instrucción de la Fiscalía General de Estado 2/2006 al indicar que la “capacidad general es variable o flexible, en función de la edad, del desarrollo emocional, intelectivo o volitivo del concreto menor y de la complejidad del acto de que se trate” .
La Ley 26/2015 contiene una disposición final segunda que viene dar una nueva regulación a las decisiones que conciernen al menor maduro frente a los tratamientos médicos, lo que supuso una modificación de la Ley 41/2002, de autonomía del paciente, por influencia de la Circular 1/2012 de la Fiscalía General del Estado.
Lo que el nuevo artículo 9.6 de la última Ley citada establece es que “la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud de paciente”, y cuando no sea así “deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial”, salvo razones de urgencia en cuyo caso el médico actuará “en salvaguarda de la vida o salud del paciente”.
Atendiendo a la indicada Circular hay que distinguir el menor no maduro del menor maduro. Las pautas para el discernimiento de ambos casos son:
1) La capacidad del menor siempre tiene que ser evaluada a efectos de tomar debidamente en cuenta sus opiniones.
2) La edad en sí misma no es determinante, porque el desarrollo cognitivo y emocional no va ligado a ella de manera uniforme.
3) La apreciación de la capacidad del menor ha de ser más rigurosa cuanto más transcendencia tenga la decisión a adoptar.
Aun cuando en atención a la segunda pauta indicada no se puede fijar de forma invariable una edad que determine el nacimiento de la condición de menor maduro, en materia sanitaria se viene tomando como referencia el periodo entre los 12 y los 15 años , teniendo en cuenta que la mayoría de edad sanitaria son los 16 años.
Eso no quita que los menores de 16 años puedan por sí mismos prestar consentimiento sin asistencia de sus progenitores, siempre que tengan suficiente capacidad intelectiva y volitiva, pues el artículo 9.3,c) de la Ley 41/2002 sólo autoriza el consentimiento por representación cuando el menor carezca de esa capacidad, aun escuchando siempre su opinión.
La lectura del precepto no conduce, sin embargo, a que el menor que tenga 16 años o más goce de autonomía plena en esta materia, pues se excepciona cuando carezca de suficiente capacidad intelectiva y volitiva y cuando la actuación entrañe un grave riesgo para la vida o salud; en ambos casos consienten sus representantes o el juez, pero el menor ha de ser oído.
La anterior regulación, así modificada, arroja luz sobre los conflictos que puedan producirse en esta materia, lo cual no impide que pueda haber zonas de penumbra. Pero como dice la Circular 1/2012 “la labor exegética orientada a iluminar (…) debe inspirarse necesariamente (…) en el principio del superior interés del menor” .
Y añade, precisamente en relación con los conflictos a propósito de la negativa a transfundir con riesgo grave para la salud, que “desde el punto de vista procesal será el principio de celeridad el que proporcione asideros, partiendo de que en la mayoría de estos supuestos, a la vista de los bienes jurídicos afectados, la decisión no admite ningún tipo de dilación”.
La famosa Sentencia del Tribunal Constitucional nº. 154/2012, a propósito del caso del niño fallecido por su negativa a transfundirse, deja claro cuáles son los dos aspectos a tener en cuenta; el primero es que la vida “en su dimensión objetiva es un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional y supuesto ontológico” de los restantes derechos.
Y el segundo, que “la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental sino una manifestación del principio general de libertad que informa nuestro texto constitucional, de modo que no puede convenirse que el menor goce sin matices de tamaña facultad de autodisposición de su propio ser”.
No obstante, de acuerdo con la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Hoffman vs Austria, Sentencia de 23 de junio de 1993), no cabe decisiones preventivas en esta materia, de modo que se prive de la patria potestad por el mero hecho de que la religión del progenitor (Testigo de Jehová) implique una eventual negativa a la transfusión.
Dice el TEDH que la actitud de la madre respecto de las transfusiones “no representa un peligro para los hijos”, al estimar que, llegado el caso de su necesidad “la decisión judicial (…) puede suplir el consentimiento de los padres para hacer tal transfusión, médicamente necesaria”.
En nuestro país los criterios judiciales sobre esa cuestión vienen establecidos en la Sentencia del Tribunal Supremo nº. 565/2009 de 31 de julio, y son los siguientes:
1) El primer objetivo ha de ser dar cobertura a las necesidades básicas de la salud del menor.
2) El segundo que sus deseos, sentimientos y anhelos sean compatibles con lo anterior.
3) Y por último que la determinación del interés superior del menor suponga la valoración de los riesgos para su salud física y psíquica.
Realmente esos tres criterios podrían resumirse en uno solo, de acuerdo con la nueva redacción del artículo 2.2. de la Ley Orgánica del Protección del Menor, a resultas de la Ley Orgánica 8/2015, que sería que el objetivo es la protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor.
Bien es cierto, volviendo a la Circular 1/2012, que “se impone establecer un equilibrio entre el respeto debido a la autonomía del paciente menor de edad, a la patria potestad y a la protección de la vida e integridad individuales”. Esa ponderación incluye tener en cuenta los riesgos y probabilidades de éxito del tratamiento.
En el mundo anglosajón tras establecer el criterio de competencia Gillick , se han fijado actualmente por los tribunales las siguientes pautas generales:
1) La autoridad de los padres no cesa de modo absoluto ante la competencia o madurez el hijo.
2) La jurisdicción de los tribunales puede suplir la patria potestad para la imposición de determinados tratamiento de carácter vital.
Pero los Tribunales ingleses –y en su caso los españoles- no pierden de perspectiva la finalidad del tratamiento al que el menor no accede, los riesgos que conlleva y las probabilidades de éxito. En el caso de Hannah Jones, una niña de 13 años con leucemia, se avaló judicialmente su decisión y la de sus padres de oponerse a un trasplante de corazón de riesgo muy elevado.
En ese sentido la Carta Europea de los Derechos de los Niños Hospitalizados reconoce su derecho a recibir una información adaptada a su edad, desarrollo mental, estado afectivo y psicológico, en relación al conjunto del tratamiento médico al que se le somete y a las perspectivas positivas que le ofrece.
Esa información cuando se trate de un mayor de 16 o menor maduro deberá abarcar todos los datos necesarios para que pueda prestar un consentimiento con conocimiento suficiente, esto es, no sólo la finalidad del tratamiento y las alternativas terapéuticas, sino los riesgos posibles, sobre todo de aquéllos que comprometan su salud.
La modulación de esa información al menor, sobre todo cuando el consentimiento sea por representación, es necesaria, e incluso podría llegar a invocarse respecto de él –no de sus representantes- el denominado privilegio terapéutico, que consiste en la omisión excepcional de aquella información que pueda predisponer negativamente al tratamiento .
A los menores también les asiste el derecho a no saber, recogido en el art. 9.1 de la Ley 41/2002, aunque limitado por el interés de su salud, de la de terceros, de la colectividad o por las exigencias terapéuticas del caso. Derecho que no alcanza a los padres pues la información es indispensable para el correcto ejercicio de la patria potestad (v. gr. arts. 154 y 156 CC).
Esa progresiva autodeterminación que citábamos al principio, según criterio del Tribunal Supremo, conlleva adaptar la información, presupuesto del consentimiento en esta materia pero también derecho propio del niño para las cuestiones que le atañen, en atención a su propia madurez y a su estado de salud.
3-. Sobre los desajustes del ordenamiento jurídico español: el enfermo menor maduro y el menor maduro que no está enfermo.
El paciente menor maduro es el que tiene menos de 16 años, al situarse ahí, como hemos visto, la mayoría de edad sanitaria. Sin embargo, el menor que no es paciente su plena autonomía se sitúa con carácter general en los 18 años. Los desajustes que provoca ese distinto tratamiento se acentúan con las recientes reformas legales.
La minoría de edad no implica falta de autonomía, porque el menor experimenta a lo largo de su vida un proceso de progresiva madurez, de ahí que la Convención de los Derechos del Niño aluda en su artículo 5 al concepto de “capacidades evolutivas” para ejercer sus derechos, debiendo recibir de sus padres una orientación apropiada a esa evolución.
Las restricciones a esa autonomía o autodeterminación progresiva son dos: la falta de madurez para el caso concreto de que se trate y la trascendencia del acto que el menor ha de consentir. Pero en ambos casos siempre con la modulación que impone el principio de proporcionalidad a la hora de sopesar una y otra.
El concepto de madurez del menor, que respecto de paciente suele situarse a partir de los 12 años, hace referencia a la capacidad del niño de comprender y evaluar las consecuencias de un asunto determinado. Bien es cierto que la edad es un criterio de referencia, no una atribución axiomática de madurez, salvo para consentir relaciones sexuales (a partir de los 16 años).
Tanto ponderando la edad del menor como su capacidad intelectual y emocional, la propia búsqueda de apoyo y asesoramiento, sus experiencias previas, la autoconfianza que demuestra y la trascendencia del acto que debe consentir, la clave interpretativa determinante ha de ser la protección del interés superior del menor.
La cuestión es determinar en cada caso cuál sea ese interés. Es evidente que no puede quedar enconsertado en la norma, aunque ésta ha de marcar unas pautas . Y es en ese punto donde el legislador en el año 2015 le ha dado un vuelco propiciado por una frenética actividad: Leyes Orgánicas 1/2015, 8/2015, 11/2015 y Ley ordinaria 26/2015.
Sobre las modificaciones operadas en la Ley 41/2002 ya nos hemos referido en relación al consentimiento para recibir tratamientos médicos curativos. Pero la intervención médica también se produce en el caso de la práctica de un aborto o de la prescripción de medicamentos anticonceptivos.
En relación al aborto, aunque se tenga 16 años (es decir, la mayoría de edad sanitaria), el consentimiento deberá incluir el de los padres o representantes legales, y en caso de conflicto deberá acudirse a la autoridad judicial, por remisión al Código Civil. Antes los padres deberían ser informados, aunque con excepciones, ahora también consentirlo.
Las principales críticas a esta reforma radican en considerar que se trata de una concesión política al electorado que votó al partido gobernante, pues en su programa electoral incluía como promesa la derogación de la Ley 2/2010, que instauró el sistema de plazos en el aborto, con regreso al sistema anterior que databa de 1985.
La reforma se quedó a medias, quizás por la alta contestación social, quizás por ser año electoral, lo que también arrostró la dimisión del Ministro de Justicia. Pero lo que nos queda es la paradoja de una norma que equipara el consentimiento de la menor para intervenciones que pretendan salvar su vida con el consentimiento para abortar.
No es lo mismo una enfermedad que comprometa la vida y salud del paciente que el aborto, aunque el embarazo también puede comprometer su salud. La justificación que se dio por el legislador es maniquea: “poder contar, en un momento crucial y complicado de su vida, con la asistencia de quienes ejercen la patria potestad”.
El necesario consentimiento de los padres, que ahora se impone, no es la única forma de garantizar esa asistencia. La regulación anterior ya tenía en cuenta esa garantía al imponer la información –que no consentimiento- a los padres, salvo que “la menor alegue fundadamente un conflicto grave”.
Independientemente de cuestiones ideológicas que orientan en cada momento la política legislativa, la imposición del consentimiento de los padres para un concreto acto médico –la interrupción voluntaria del embarazo-, cuando éste no entraña un grave riesgo para la vida y salud de la menor, implica un desajuste normativo irracional e ilógico.
Así resulta que a una mujer de 16 ó 17 años no se le considera suficientemente madura para consentir por ella misma esa interrupción, pero si lo es para continuar con el embarazo y ser madre y dar el hijo en adopción, decisión ésta que si puede tomar por ella misma sin necesidad de representación.
A una mujer de esa misma edad no se la considera madura para una intervención técnicamente sencilla y sin altos riesgos a fin de provocar el aborto en las primeras semanas de gestación, pero si lo es para consentir una intervención más compleja y de mayores riesgos, como sería la extirpación de un tumor maligno.
A una mujer de dicha edad se le debe prescribir y dispensar una píldora postcoital o del día después (no confundir con la RU 486) sin consentimiento ni información de los padres, pero no puede abortar por su única decisión, obviando la recomendación del Comité de los Derechos del Niño de poder someterse a los métodos de anticoncepción y aborto sin permiso paterno.
A una mujer así, en definitiva, se le considera dueña de su propia sexualidad, con capacidad suficiente para consentir por ella misma cuándo, cómo y con quién tiene relaciones sexuales libres, pero la decisión relativa a una de las consecuencias relativas a esos actos, como es poner fin a un embarazo no deseado, no. Dueña de sus actos pero no de sus consecuencias.
Esos desajustes quedan, en términos jurídicos, más en evidencia a la luz del reciente Auto del Pleno de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, de 10 de Marzo de 2016, nº recurso: 1583/2015 y ponente D. Rafael Sarazá Jimena, en el cual se acuerda plantear una cuestión de inconstitucional en relación al artículo 1 de la Ley 3/2007.
Aunque el Auto atañe a la norma que impide la modificación de la mención registral del sexo y nombre del menor de edad, la doctrina pueda trasladarse al aborto por propia decisión del menor, al indicar que la restricción en el disfrute de sus derechos fundamentales tiene dos justificaciones fundamentales: la falta de madurez y la necesidad de protección.
La primera ya hemos visto que no concurre por la mayoría de edad sanitaria legalmente reconocida; y la segunda entendemos que no superaría el canon de proporcionalidad por las consecuencias que puede acarrearle al menor en determinadas situaciones el conocimiento paterno, que no guardan una relación equilibrada con las ventajas que pueda reportar.
A nadie escapa, por ejemplo, que a una mujer de determinada etnia o religión el aborto si tienen que consentirlo sus padres puede provocarle un conflicto grave, incluso con coacciones y represalias intrafamiliares. Y la doctrina señala además que el riesgo de embarazo adolescente se concentra precisamente en grupos sociales más vulnerables .
Un estudio de ACAI revela que entre enero y septiembre de 2014 abortaron sin conocimiento de sus padres 113 adolescentes en España (un 12,38% de las mujeres de su misma edad que abortaron), indicando que uno de los motivos aducidos era la previsible respuesta de los padres de “acudir a la violencia como primera vía de acercamiento al problema”.
El equilibrio de la regulación anterior respetaba el principio de proporcionalidad, tanto por la adecuación de la norma (pues el derecho de los padres quedaba asegurado con la información recibida), como por la estricta proporcionalidad de la medida al garantizar la autonomía del menor y el respeto a su intimidad al omitir esa información en casos excepcionales.
La nueva regulación conlleva tamañas incoherencias normativas, inadmisibles desde una concepción global de nuestro ordenamiento jurídico, que incluso me atrevería a decir que implica un trato discriminatorio, pues sólo por el hecho de ser mujer una persona de 16 años sin riesgo grave para su salud precisa consentimiento paterno para una intervención médica.
Podría acarrear, además, la lesión del llamado derecho a la “privacidad sanitaria” , del que es titular el menor en mayoría de edad sanitaria, derecho de la personalidad sobre el que se exceptúa, como ya hemos indicado, el ejercicio de la patria potestad (art. 162.1º CC). Una lesión que a su vez puede poner en riesgo otros derechos de la misma índole .
Termino volviendo a la jueza Maye; si realmente el menor se llamase Mary y estuviese embarazada en lugar de gravemente enferma, pero con el mismo ascendente familiar, tomando como referencia los principios que dimanan de los tratados internacionales que informan esta materia, ¿alguien cree que daría pie al consentimiento paterno para abortar?
Diario LA LEY, nº 8959, de 11 de abril de 2017
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