El título de la famosa novela de Jane Austen sirve para ilustrar una historia real sin final feliz.
A primeros del siglo XIX se publicó Orgullo y Prejuicio, famosa novela de la no menos famosa autora británica, retrato coral de la estratificada sociedad inglesa, que nos demuestra cómo entre arriba y abajo (título de una serie televisiva de los ochenta) existe una escalera social que permite cierto tránsito.
No obstante el título de la novela, que describe los sentimientos de rechazo de un personaje hacía su antagonista, viene al caso para poner de relieve la relación tormentosa entre el profesional de la medicina y el error médico, ese especie de estigma que amenaza una reputación social inflada por el crecido ego de determinados facultativos.
Vaya por delante mi profunda admiración por tantos buenos médicos que se esfuerzan a diario por sacar adelante a sus pacientes en un entorno de trabajo (tanto en la sanidad pública como en la privada) preso de tensiones económicas que impiden al profesional de la medicina desplegar toda su pericia con suficiencia de tiempo y medios.
Pero una relación acomodaticia, en ocasiones, con ese entorno de trabajo viciado, lleva al médico a cometer errores por un exceso de confianza, errores que pueden llegar a tener consecuencias gravísimas para la salud y la vida de sus pacientes. Es el caso que conocí profesionalmente el año pasado, sentenciado recientemente.
Debo decir que mi relación profesional con el médico que me designó para su defensa se interrumpió abruptamente cuando mi tesis de defensa, que suponía asumir una parte del error, un simple eslabón de la desafortunada cadena de fallos humanos, con orgullo reprobó mi propuesta y decidió cambiar de abogado.
Ese día dije a mis compañeros de despacho que nuestro ya ex cliente se acababa de poner una soga al cuello mientras bailaba una sardana encima de un taburete, metáfora que sólo permitía ilustrar el tremendo error táctico que cometía el médico al pretender justificar la consecuencia de un retraso diagnóstico en el fallo de otro profesional.
El tiempo me ha dado la razón y ahora la condena es titular de prensa por la gravedad de la misma y por lo mediático del asunto, en parte provocado por la actitud de exhibicionismo de la paciente aquejada y de su familia, pero también del médico orgulloso que sin pudor alguno ha querido entrar en el embarrado terreno de los juicios paralelos dirimidos en prensa.
Orgullo y también prejuicio ante el reconocimiento del error, que más que mancillar el honor del médico ennoblece su comportamiento, pues como decía Cicerón, errar es de humanos pero permanecer en el error es de necios. Quien es capaz de decir que se ha equivocado, de pedir perdón e intentar restablecer el daño causado es el buen profesional.
El mal profesional es aquel que imbuido por una falsa de creencia de superioridad intelectual e incluso moral, fruto de cierto adoctrinamiento científico que ya empieza en las facultades de medicina, es quién busca escusas en la cambiante bibliografía médica para justificar un error o ampararlo bajo ese mantra de que “la medicina no es una ciencia exacta”.
Orgullo y prejuicio de un médico que se ha hecho su harakiri profesional, ayudado por la inconciencia de quien dio pábulo a versiones médicamente insostenibles para la defensa jurídica de un imposible. Me apena el aciago final de este proceso; pero, volviendo al símil literario, fue la crónica de una muerte (profesional) anunciada.
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