Hay dos tipos de huelga en el sector público sanitario. Las promovidas por los sindicatos o representantes de personal, que pretenden presionar a la Administración para conseguir beneficios laborales, generalmente retributivos, aprovechando muchas veces la debilidad de la otra parte por la cercanía de un período electoral. Y luego están las huelgas que yo llamo de hartazgo, que son la consecuencia no solo de un deterioro progresivo de las condiciones de trabajo, sino también de una actitud de desprecio hacia el profesional, que se materializa en la falta de diálogo de la dirección del hospital en el contexto de una pérdida percibida de la calidad asistencial.
Este segundo tipo de huelga es el síntoma de una enfermedad que aqueja de forma silente, pero persistente, a la asistencia sanitaria pública. Cuando un colectivo de profesionales de la medicina toma la decisión de ir a la huelga, algo serio afecta a ese contrato social tácito entre el médico y sus pacientes.
Podrá cuestionarse la relación médico-paciente, aún planteada desde estamentos corporativos en un plano de superioridad, podrá cuestionarse incluso la despersonalización en el contexto masificado de la sanidad pública, pero salvo casos contados no cabe cuestionar el compromiso ético del médico con el paciente.
Pero sucede que desde hace unas décadas se ha propendido por los gestores de la sanidad pública una funcionarización del acto médico, limitando la antaño libertad de criterio profesional en una estandarización de los procesos, transformando así el loable acto humano de curar en un acto administrativo despegado de cualquier elemento emocional.
A los médicos han pretendido convertirlos en operarios de una especie de factoría de enfermos, cadenas de montaje donde el enfermo entra muchas veces apelotonado por las saturadas urgencias, y sale en el menor tiempo posible camino de casa o de un centro concertado. Un número en la fría estadística del gestor de turno.
A base de una división tolerada del colectivo médico, fraccionado por forzadas etiquetas que generan enfrentadas categorías profesionales (jefes-adjuntos, fijos-temporales, interinos-eventuales, comisionados-promocionados, mires-especialistas…), se ha fomentado la división de ese colectivo y de ahí una especie de lucha entre clanes profesionales.
Esa pirámide en la burocracia médica la culmina un jefe de servicio que ya no es, como antes, el primero de los médicos (primus inter pares), sino el último de los directivos, nombrado a través de un proceso con trampas tan elocuentes, como que la mitad de los méritos sea una entrevista personal disfrazaba de defensa de proyecto de gestión.
Por eso, cuando en un servicio médico la insatisfacción y el hartazgo hacen estallar las costuras de esa camisa de fuerza que encorseta la capacidad reivindicativa del profesional, no para ganar más trabajando menos, sino para ganar lo mismo trabajando mejor, algo muy, pero que muy serio, sucede en las entrañas de ese servicio en conflicto.
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