El dilema divide a padres, pediatras y gestores de la salud pública.
La reciente muerte de un bebé, la alarma social que genera, la recomendación de los pediatras, el desabastecimiento de las farmacias, la búsqueda en Portugal del remedio frente al riesgo remoto, pero posible, genera una especie de “totum revolutum” que supone que las decisiones que atañen a la salud pública se tomen en privado, lo cual es un contrasentido.
La vacuna contra la meningitis B no está incorporada al calendario de vacunación infantil, pues se considera que la baja incidencia se limita a casos muy concretos por factores de riesgo añadidos, o a otros sencilla, pero dramáticamente, impredecibles. Por eso, se decide no vacunar a toda la población a partir de los dos meses de vida.
No obstante, el miedo es libre, y díganme quién el pediatra que ante la pregunta de los padres recomienda no vacunar, o qué padres ante el mínimo riesgo no gastan 100 euros en comprar la vacuna corriendo a la farmacia donde la hallen. Por eso, no entiendo las declaraciones de un pediatra diciendo que “no debemos volvernos locos”.
¿Se refiere a los profesionales, a los gestores o a los padres? Los primeros con calma han de ser lo que su nombre indica, informando convenientemente, y trasladando la decisión a los padres; los segundos deben facilitar el acceso a la vacuna, promoviendo campañas divulgativas; y los padres esos sí puede volverse “locos”, faltaría más.
Si unos padres preocupados no remueven Roma con Santiago para buscar la vacuna, si no presionan para disponer de ella, si no velan por la salud de sus hijos, díganme entonces qué tipo de paternidad tibia e insensible es esa. Frente a la desinformación y la falta de consenso de la comunidad científica, bendita locura la de unos padres preocupados.
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