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«Alicia siguió cayendo y cayendo, cada vez más profundamente ¿Acaso no acabaría nunca de caer?» (2) . El art. 20 Ley de Contrato de Seguro (en adelante LCS) implantó en el ordenamiento jurídico español la obligación de las entidades aseguradoras de proceder al pago al perjudicado de la indemnización con un interés legal incrementado en un 50 %, pero que pasados dos años no podrá ser inferior al 20 %, precepto modificado por Ley 30/1995, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados, e interpretado judicialmente por STS, Sala 1.ª, de 12 de marzo de 2012. Tienen este tipo de intereses no solo una función de resarcimiento del daño causado, sino también un carácter punitivo o sancionador, con la finalidad de incentivar a las compañías de seguros para un pronto abono de dichas indemnizaciones. El art. 20.8 LCS establece una excepción al señalar que no habrá lugar a la indemnización por mora del asegurador cuando la falta de satisfacción de la indemnización o de pago del importe mínimo esté fundada en una causa justificada o que no le fuere imputable. Lo que lleva a determinar que se entiende por tales causas, cuestión que plantea la dificultad de establecer criterios generales, pues deberá precisarse en cada caso concreto cuáles han sido las razones por las que la entidad aseguradora no ha procedido al pago o consignación de la correspondiente indemnización. La jurisprudencia ha entendido que dado el carácter sancionador o punitivo y no sólo resarcitorio del recargo de los intereses por mora, el mero hecho de que la determinación de la cuantía de la indemnización deba fijarse en el proceso no exonera a la entidad aseguradora de proceder al pago de los intereses especiales. Así ya lo indicaba la sentencia de la Sala 1.ª del TS de 14 de noviembre de 2002, que con un amplio estudio de antecedentes declaraba que «la jurisprudencia de esta Sala evolucionó desde una línea inicialmente menos favorable al asegurado, descartando tales intereses si para determinar la suma indemnizatoria hubiera sido necesario el proceso, hacia una línea más rigurosa para con las compañías de seguros, según la cual para eliminar la condena de intereses no bastaba con la mera incertidumbre de la cantidad a pagar por la aseguradora sino que era preciso valorar, fundamentalmente, si la resistencia de la aseguradora a abonar lo que, al menos con toda certeza le incumbía, estaba o no justificada o el retraso en el pago le era o no imputable». Esta jurisprudencia siguió evolucionando, debiendo destacarse por su importancia la sentencia de la misma Sala del TS de 10 de diciembre de 2004 referida a una indemnización derivada de un supuesto de responsabilidad extracontractual por lesiones sufridas en un parque de atracciones, que intenta establecer una serie de criterios generales en la materia, equiparando la causa no justificada o que fuera imputable al asegurador la falta de pago de la indemnización con la culpa de dicha entidad, al señalar dicha sentencia que «la jurisprudencia de la Sala 1.ª nos ofrece algunos supuestos en los que estima que concurre una circunstancia que libera al asegurador del pago de los intereses moratorios: cuando la determinación de la causa del pago del asegurador haya de efectuarse por el órgano jurisdiccional, en especial cuando es discutible la pertenencia o realidad del siniestro, como sucede cuando no se han determinado las causas de un siniestro y esto es determinante de la indemnización o su cuantía. Cuando exista discusión entre las partes, no del importe exacto de la indemnización, sino de la procedencia o no de la cobertura del siniestro». Se ha señalado también que lo que debe valorarse en cada caso es la desidia o presteza de la aseguradora en afrontar y cumplir con su deber de resarcimiento al perjudicado (STS de 23 de enero de 2003). La STS de 21 de diciembre de 2005 en esta misma línea viene a señalar que la aplicación del art. 20.8 no puede estar en función de una previa decisión judicial respecto a la obligación de su abono y su concreción, ya que de admitirse lo haría prácticamente inviable, pero sí teniendo en cuenta la subjetividad del daño moral, una inadecuada redacción de la cobertura o la responsabilidad de la aseguradora. Pronunciándose en este mismo sentido la sentencia de 1 de febrero de 2007. Por su parte, la STS de 27 de marzo de 2006 ha venido a declarar que no basta para considerar concurrente la justa causa con que se discuta por la aseguradora la cobertura. Es preciso que esa discusión se considere fundada. De modo que si el retraso viene determinado por la tramitación de un proceso para vencer la oposición de la aseguradora, se hace necesario examinar la fundamentación de ésta. LaSTS de 22 de julio de 2008 manifiesta que «desde la consideración de que el recargo o los intereses establecidos en el art. 20 LCS tienen desde su génesis un marcado carácter sancionador y una finalidad claramente preventiva, en la medida en que sirven de acicate y estímulo para el cumplimiento de la obligación principal que pesa sobre el asegurador, cual es la del oportuno pago de la correspondiente indemnización capaz de proporcionar la restitución íntegra del derecho o interés legítimo del perjudicado. Este carácter y finalidad, junto con la función económica a la que sirven, han propiciado una interpretación rigorista del precepto pero se ha modulado el rigor del brocardo in illiquidis non fit mora, que impide declarar la mora en los casos de iliquidez, habiéndose considerado que el derecho a la indemnización nace con el siniestro, de forma que la sentencia que finalmente fija la cuantía de la indemnización tiene una naturaleza meramente declarativa, y no constitutiva, del derecho; esto es, no crea un derecho nuevo, sino que se limita a establecer el importe de la indemnización por el derecho que asiste al perjudicado desde el momento de producirse el siniestro y nace la responsabilidad civil del asegurado». En general, la jurisprudencia ha estimado injustificada la demora en el pago de la indemnización cuando resulta ficticia la polémica creada sobre la cuantía de la indemnización, o la oposición adolece de evidente fragilidad (SSTS de 7 de mayo de 2001; de 25 de abril de 2002; y de 8 noviembre 2004, entre otras), sin que baste como justificación la mera oposición al pago o las maniobras dilatorias por parte de la entidad aseguradora, pues la razón del mandato legal radica en impedir que se utilice el proceso como excusa para dificultar o retrasar el pago a los perjudicados (STS de 11 de diciembre de 2006). En concreto, se ha venido negando el carácter de causa justificativa del impago al hecho de negar la existencia del contrato (STS de 3 de noviembre de 2001), a la simple discrepancia en el cálculo y valoración del daño personal por la aseguradora sin acudir a los procedimientos dirimentes previstos en la LCS —arts. 38 y 104 y concordantes— (STS de 10 de enero de 1989), la sola discusión acerca de la cuantía de la indemnización pretendida cuando ésta se revela justa o razonable (SSTS de 3 de octubre de 1991, de 31 de enero de 1992; de 3 de diciembre de 1994; y de 20 de mayo de 2004), así como la creencia del asegurador de que corresponde una indemnización inferior a la pedida (STS de 6 de abril de 1990), sin que la mera iliquidez sea por sí misma excusa razonable para que el asegurador pueda demorar el pago (SSTS de 10 de diciembre de 2004 y de 29 de noviembre de 2005). Tampoco es causa justificada de tal demora la mera existencia de un procedimiento penal abierto para dilucidar la cuestión (STS de 25 de julio de 1991 y de 11 de julio de 1995), salvo que su finalidad sea fundamentalmente determinar la causa del siniestro y sólo hasta el momento en que se haya dictado sentencia absolutoria penal firme (SSTS de 12 de marzo de 2001; de 28 de noviembre de 2003, y de 11 de diciembre de 2006). Debe partirse del carácter sancionador o punitivo de los intereses especiales del art. 20 LCS, en la medida en que no solo sustituyen a la indemnización por el retraso en el cumplimiento de sus obligaciones por las entidades aseguradoras, sino que es una verdadera sanción por dicho retraso. Al ser una sanción que incluso se establece de oficio, debe ser la entidad aseguradora que alega la existencia una justa causa o causa no imputable a ella la que deba acreditar la concurrencia de dicha causa. Pues, como señala la STS de 22 de julio de 2008 «tratándose de la reclamación del tercero perjudicado, se produce una inversión de la carga de la carga de la prueba, en coherencia con la disponibilidad de la fuente de prueba y la facilidad probatoria, imponiendo al asegurador que invoca la excepción de dicha regla la carga de acreditar que no tuvo conocimiento del siniestro con anterioridad a la reclamación o al ejercicio de la acción directa por el tercer perjudicado o sus herederos, en cuyo caso el término inicial del devengo de los intereses será la fecha de dicha reclamación o la del citado ejercicio de la acción directa (art. 20.6 de la LCS en la redacción dada por la Ley 30/1995).» La causa justa del art. 20.8 LCS está pensada con carácter excepcional, como serían los supuestos de especial complejidad, imposibilidad de efectuar el pago o consignación o el desconocimiento del siniestro (SAP Tarragona, Secc. 1.ª, de 10 de mayo de 2007); no basta con que la aseguradora discrepe del cálculo y valoración cuando la propia ley le pone a su alcance medios suficientes para valorar el daño (SAP Murcia, Secc. 1.ª, de 2 de mayo de 2007). Como ha resumido MORENO GARCÍA (3) , de las resoluciones dictadas por los Tribunales si bien se pueden establecer algunas pautas generales sobre qué se entiende por causa justificada, también se destaca la dificultad de determinar con carácter general o a priori estas causas de exoneración del pago de dichos intereses, pues salvo el supuesto en el que se esté ante las dudas de la existencia o no del siniestro, el resto de las causas que pueden dar lugar a la falta de indemnización, como cuando se desconoce razonablemente la cuantía de la indemnización o cuando deba fijarse el importe de la indemnización por parte del Tribunal ante la discrepancia existente entre las partes, son poco objetivables, debiendo examinarse con relación al caso concreto. Lo que en todo caso sí debe concurrir para estimar que existe esa justa causa a que alude el art. 20.8 LCS es un desconocimiento razonable por la entidad aseguradora del siniestro, que las sospechas o dudas de la existencia del siniestro por parte de la entidad aseguradora sean claras y no meras conjeturas carentes de fundamento, y que la discusión u oposición de la entidad aseguradora sea razonable y no carente de fundamento o incluso de carácter temerario. Si esta doctrina así resumida es pacífica en el orden civil, y también lo es en el social (STS de 17 de julio de 2007) y en el penal (STS 13 de septiembre de 2006) quiebra al llegar al orden contencioso-administrativo. La el estado de la controversia para la jurisdicción contencioso-administrativa del siguiente tenor: «La postura de este Tribunal está clara al efecto, y plenamente consolidada, por las sentencias que se citan por la recurrente y otras muchas que se han ido produciendo, como es la reciente STS 29 de marzo de 2011 (rec. 2794/2009), que si bien se dicta en el ámbito de un accidente de tráfico, recoge afirmaciones indudablemente aplicables al presente caso: "La doctrina reflejada en la sentencia Sala Primera de este Tribunal Supremo (rec. 1445/2003), no pone de relieve tampoco la errónea interpretación por la Sala de instancia de aquel art. 20.8, pues se dice en el párrafo tercero del fundamento de derecho segundo de aquélla que en la aplicación del precepto invocado, la jurisprudencia de esta Sala (véanse, entre muchas otras, las sentencias de 11 de noviembre y de 21 de diciembre de 2007) ha destacado la necesidad de valorar la posición de las partes y la razonabilidad de la oposición o del impago por parte de la compañía aseguradora, sentando la regla de que los intereses del art. 20 LCS se deben si no se encuentra una razón justificativa del impago de la indemnización por parte de la compañía aseguradora, y precisando que la norma se dirige a atajar el problema práctico de utilizar el proceso como maniobra para retrasar o dificultar el cumplimiento de la obligación de pago de la indemnización. Se trata, pues, de verificar en cada caso la razonabilidad de la postura del asegurador resistente o renuente al pago de la indemnización; razonabilidad que cabe apreciar, con carácter general, en los casos en que se discute la existencia del siniestro, sus causas, o la cobertura del seguro, o cuando hay incertidumbre sobre el importe de la indemnización, habiéndose valorado los elementos de razonabilidad en el proceso mismo, en los casos en que la oposición se declara al menos parcialmente ajustada a Derecho, cuando es necesaria la determinación judicial ante la discrepancia de las partes, o cuando se reclama una indemnización notablemente exagerada (sentencia)"». Y añade a fin de resolver la controversia lo siguiente: «Las conclusiones de la STS estimarse determinantes para la estimación del presente recurso de casación atendida la intervención de la aseguradora en el proceso que no puede estimarse dilatoria, obstructiva sino que responde a la propia necesidad de determinación de la existencia de un supuesto de mala praxis médica, como así se declaró en el presente caso, pero que conllevó claramente la intervención de múltiples profesionales médicos analizando la actividad médica previa, durante y con posterioridad a la aparición de la meningitis. La oposición de la aseguradora también se basó objetivamente en informes periciales aportados ya en sede administrativa junto con la existencia también de informes de diferentes servicios de pediatría y de la propia Inspección Médica. Es claro y manifiesto que la incertidumbre sobre cada una de las fases de la asistencia llevada a cabo ha desaparecido con la sentencia y previa actividad de valoración de extensa y densa prueba pericial médica llevada a cabo por todas las partes tanto en sede administrativa como judicial, por ello no existe esa razón suficiente para eximir de la condena a tales intereses puesto que no puede atribuirse al presente caso a la aseguradora una intención clara de eludir su obligación de pago, sino que estábamos ante complejas y dispares posiciones jurídicas sobre los hechos, cada una de ellas sustentada en informes médicos totalmente contrarios. Estas razones justifican la estimación del recurso y la casación de la sentencia en el fundamento de derecho noveno al considerar que el mismo no es acorde a la Jurisprudencia de esta Sala sobre el art. 20 de la Ley del Contrato de Seguro 50/1980. Así decíamos en la STS "Sin embargo, esa razón justifica la no condena al pago de aquellos intereses sólo mientras ha estado pendiente una situación de incertidumbre sobre la existencia del derecho pretendido. Desaparecida esa incertidumbre con esta sentencia, deberá regir aquel precepto, entendiendo, en aplicación de lo que dispone su núm. 3, que la aseguradora incurre en mora si trascurre el plazo de tres meses desde su notificación sin que se haya cumplido la obligación de pago de la indemnización que fijamos, a cuyo abono, con carácter solidario con la Administración, la condenamos. Es este matiz o criterio, con preferencia a otro distinto que pudiera extraerse de la sentencia que acabamos de citar, el que entendemos más acomodado a la finalidad o razón de ser de aquel art. 20 LCS, pues una vez declarado el derecho a una indemnización asegurada, entran en juego las distintas posiciones jurídicas que el ordenamiento predica para el asegurado y para el asegurador; entre ellas, la concerniente a los intereses debidos."» Como quiera que esa posición judicial no se compagina con la postura de la Sala 1.ª del Tribunal Supremo (aun cuando pretende ampararse en la jurisprudencia de esa Sala, tal apoyo es meramente ilusorio), el absurdo llega a que declarada la responsabilidad patrimonial en sede contencioso-administrativa sea la jurisdicción civil la que venga a imponer los intereses del art. 20 LCS a la aseguradora de la Administración sanitaria condenada. Así resulta de la sentencia de dicha Sala, de 25 de febrero de 2014, que confirma las sentencias de instancia, según las cuales tras condena al Servicio Murciano de Salud por responsabilidad patrimonial en la jurisdicción contencioso-administrativa, condena que abonó su asegurada, se dirigió acción en sede civil reclamando el pago de los intereses del art. 20 LCS que fue estimada, haciendo resumen del debate procesal en el siguiente fundamento de derecho: «CUARTO.—De una forma o de otra, todos los motivos que se formulan tienen que ver con la relación entre el procedimiento seguido ante la jurisdicción contencioso-administrativo y éste. El primero cita como infringido el art. 76 de la Ley de Contrato de Seguro porque la acción se ejercita para que le condene a pagar la condena fijada en vía administrativa, más los intereses del art. 20 de la Ley a devengar desde la fecha del siniestro, que es el 10 de septiembre de 2002, y sin embargo la sentencia recurrida admite que la obligación de indemnizar nació con la sentencia de fecha 14 de mayo de 2008, dictada en el recurso contencioso ante el TSJ de Murcia. Se dice en el motivo que el principal argumento es que una vez ejercitada frente al asegurado un procedimiento contencioso-administrativo, en el que la aseguradora compareció como codemandada, no cabe de manera independiente plantear la imposición de unos intereses moratorios cuando la obligación principal sobre la que se pretende estos intereses se ha establecido en sentencia y ha sido debidamente cumplida en el plazo de cumplimiento voluntario de la misma. Se desestima. El motivo mezcla distintas cuestiones, todas ellas, de una forma directa o indirecta, para justificar la no imposición de los intereses del art. 20 LCS. Se trae a colación la decisión tomada por el órgano jurisdiccional administrativo; se pretende justificar la inexistencia de acción para reclamar en vía civil lo que fue objeto de la citada sentencia y se plantea la doctrina de los actos propios para concluir que la parte actora, al deducir recurso contencioso-administrativo contra la Administración, reconoció que esta era la jurisdicción competente para conocer todos y cada uno de los extremos solicitados en la demanda. Muchas y distintas cuestiones para ser tratadas en único motivo en el que, para desestimarlo, basta señalar que la reclamación en vía administrativa se produjo antes de la reforma del art. 9.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la redacción dada por la LO 19/2003, y que, como no podía ser de otra forma, la sentencia condenó únicamente a la Administración demandada. El hecho de que la aseguradora compareciera en la reclamación seguida ante la jurisdicción contencioso-administrativa en el proceso instado contra el Servicio Murciano de Salud no le confiere la condición de parte. La aseguradora no gozaba en esos momentos de legitimación para ser parte en el proceso contencioso, sino sólo en cuanto interesado en el litigio, en unión de la Administración causante, sin ejercitar ni soportar pretensión autónoma y, por consiguiente, sin más interés que el fracaso de la demanda dirigida exclusivamente contra la Administración por ella asegurada, lo que no altera la naturaleza de la acción ejercitada al amparo del art. 76 de la Ley del Contrato de Seguro que tampoco se ve alterada por los actos propios de los demandantes siendo como es una facultad procesal que la ley concede al perjudicado, y como tal indisponible, por lo que el hecho de que aceptaran inicialmente la competencia de la jurisdicción administrativa para resolver el conflicto no implica que pudieran después dirigirse frente al asegurador de la responsabilidad civil causante del daño en la medida en que trataba de declarar la existencia del riesgo que era objeto de cobertura en la póliza suscrita y se declarase al demandado responsable respecto de la condena ya dictada, con el efecto consiguiente respecto de los intereses del art. 20 de la Ley de Contrato de Seguro, específicos de la entidad aseguradora, que no pudieron reclamarse frente a quien no era parte, siendo la responsabilidad patrimonial de la Administración concurrente —y de forma solidaria— con la aseguradora.» En cuanto al alegato atinente a la concurrencia de la causa justificada para no imponer los intereses transcribimos íntegramente el fundamento que resuelve el motivo: «SEPTIMO.— Finalmente el cuarto denuncia la infracción del art. 20.8 de la LCS, por existir causa justificada para no imponer los interese previstos en la citada norma puesto que "no existía decisión favorable a la indemnización hasta la sentencia del orden contencioso-administrativo" y, además, "se cuestiona no solo la liquidez de la cuantía reclamada, sino la obligación misma del pago porque no está clara si existe actuación profesional generadora de responsabilidad si se ha producido un acto, cuando exista discusión entre las partes, no sobre el importe exacto de la indemnización, sino sobre la procedencia o autoría del supuesto daño". Se desestima, Es doctrina reiterada de esta Sala —SSTS 19 de junio de 2008; 16 de diciembre de 2013— que "la oposición que llega a un proceso hasta su terminación normal por sentencia, que agota las instancias e incluso acude a casación, no puede considerarse causa justificada o no imputable, sino todo lo contrario", y que tampoco puede ampararse en la iliquidez de la deuda, ya que el derecho a la indemnización nace con el siniestro, y la sentencia que finalmente fija el quantum tiene naturaleza declarativa, no constitutiva, es decir, no crea un derecho ex novosino que se limita a determinar la cuantía de la indemnización por el derecho que asiste al asegurado desde que se produce el siniestro cuyo riesgo es objeto de cobertura. No se trata, en definitiva, de la respuesta a un incumplimiento de la obligación cuantificada o liquidada en la sentencia, sino de una obligación que es previa a la decisión jurisdiccional, que ya le pertenecía y debía haberle sido atribuido al acreedor (SSTS 29 de noviembre de 2005; 3 de mayo de 2006); doctrina que también está presente en las sentencias de esta Sala núms. 438/2009, de 4 junio; 788/2010, de 7 diciembre; 825/2010, de 17 diciembre; 17/2011, de 31 enero; 453/2011, de 28 junio; 784/2012, de 18 diciembre. Nada de lo cual se da en este caso en el que lo único que se constata es que "no atendió a su tiempo la aseguradora a la perjudicada por la actuación del organismo sanitario asegurado, de ahí el más enérgico rechazo a tal invocación" y en ningún caso actúa como causa justificada lo que se expone en el motivo; sin que al respecto nada tenga que ver con el objeto del proceso el documento que se aportó al rollo de esta Sala el día 13 de febrero de 2013, referido a un incidente sobre consignación en ejecución de la sentencia dictada en el orden administrativo, pues nada se dice sobre la manera en que puede incidir en lo que es objeto del recurso, ni nada se colige al respecto.» Es evidente, a la vista de sendos pronunciamientos judiciales, que está ausente la necesaria unidad de doctrina entre ambas Salas, 1.ª y 3.ª del Alto Tribunal, en lo que concierne a la interpretación del término «causa justificada». Mientras que para una ya se presume —como regla general— por el mero hecho de haberse declarado la condena a la Administración, para la otra la propia naturaleza de la controversia que se suscita en el análisis de la responsabilidad patrimonial sanitaria —en torno a la acendrada discusión de si hubo o no infracción de la lex artis— permite de suyo estimar concurrente la causa justificada que impide condenar a la aseguradora de la Administración al abono de los intereses del art. 20 LCS. Estamos, pues, antes dos interpretaciones ciertamente antagónicas, que nos trasladan a escenarios judiciales que reflejan una misma realidad —la del citado precepto— con visiones distintas. Como que en el País de la Maravillas parece que los intereses moratorios, al igual que Alicia, se cayeron por un profundo pozo para alcanzar al final un mundo onírico, que hasta resultaría cómico sino fuera por la trascendencia de los intereses (nunca mejor dicho) en conflicto. II. DE CÓMO EL SEGURO DE RESPONSABILIDAD DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS NO PUEDE SER UN CONEJO BLANCO QUE DICE QUE LLEGA TARDE «El Conejo Blanco se alejaba a toda prisa (...) ¡Por mis orejas y mis bigotes se está haciendo tardísimo!» (4) . La responsabilidad patrimonial de la Administración presupone, como recuerda XIOL RÍOS (5) , al igual que ocurre con la responsabilidad extracontractual en el ámbito privado, el carácter ilícito o antijurídico de la acción. La única particularidad es que el reconocimiento de este carácter no gravita sobre el test de culpabilidad, apto para calibrar la conducta del sujeto individual, pero inadecuado para valorar la conducta imputable a un órgano. El test adecuado es el del deber de perjudicado de soportar el daño causado, que conduce a resultados muy similares. Pone de manifiesto que el daño responde a una actividad dolosa o negligente, a un defecto de la organización o en la prestación del servicio que no es fácilmente imputable a un sujeto concreto o a la actualización de un riesgo que debía ser evitado o asumido con carácter previo. El seguro privado de los riesgos patrimoniales de la actividad administrativa no ha sido siempre considerado como compatible con la naturaleza de aquélla desde el punto de vista de la legalidad. Es conocida a la Resolución de 26 de junio de 1996 de la Dirección General de Seguros, que desaconsejó la cobertura mediante un seguro privado de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas. En la actualidad, la legislación administrativa prevé la posibilidad de que las Administraciones públicas concierten seguros privados cuyas pólizas cubran la responsabilidad patrimonial derivada del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos. Y tiene la consideración de contrato privado, como resulta del art. 20 RDLeg. 3/2011, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público (TRLCSP), que se remite a la categoría 6 del anexo II, donde se refiere a los «servicios de seguros», indicando el apartado 2 de aquel precepto que rige esa norma para su preparación y adjudicación, pero la norma privada para sus efectos y extinción. Desde el punto de vista del régimen de las entidades aseguradoras, la Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados establece los ramos en que puede desarrollar su actividad y sienta el principio de que sólo pueden realizar aquellas actividades para las cuales han sido autorizadas (art. 6). La responsabilidad patrimonial de la Administración puede encuadrarse en el ramo de 13 de «responsabilidad civil en general», la cual comprende toda responsabilidad distinta de las mencionadas en los núms. 10, 11 y 12: responsabilidad civil en vehículos terrestres automóviles; responsabilidad civil en vehículos aéreos; responsabilidad civil en vehículos marítimos, lacustres y fluviales. Se rige, en consecuencia, por las normas sobre el seguro de responsabilidad civil de la LCS. No obstante lo anterior no debe confundirse el aseguramiento de la responsabilidad civil, tanto la directa derivada del art. 1902 CC como la vicaría que resulta por aplicación del art. 1903 del mismo texto, con el seguro que da cobertura económica a la responsabilidad patrimonial de la administración. El primero es un seguro específicamente regulado en el Título II, Sección 8.ª, de la Ley de Contrato de Seguro, mientras que el segundo queda fuera de la específica regulación que merece el seguro de responsabilidad civil, sin que ello sea óbice para su regulación en virtud de las disposiciones generales que recoge el título I de la citada Ley. De acuerdo con lo anterior la acción directa que se contempla en su art. 76 otorga legitimación al perjudicado cuando se trate de un seguro de responsabilidad civil, no así cuando lo que se asegure sea el riesgo derivado de la obligación de indemnizar en concepto de responsabilidad patrimonial de la Administración. Bien es cierto que se está tolerando por los órganos judiciales civiles la acción directa contra las aseguradoras de las administraciones sanitarias(6) , pero ello entiendo que sólo es posible cuando el contrato de seguro sea específicamente de responsabilidad civil, no cuando se encuadre en la modalidad de protección e indemnización, P&I (propio del Derecho marítimo) (7) . El Tribunal Supremo en su conocida sentencia de 3 de julio de 2003 descartó la acción directa en estos casos por entender que el art. 76 LCS no es aplicación cuando estamos ante un seguro P&I. Para el resto (seguro de responsabilidad civil, incluyendo la responsabilidad patrimonial) es predicable el ejercicio de la acción directa. El principio de autotutela decisoria por parte de la Administración plantea la duda de si la aseguradora puede abonar la indemnización sin que aquélla haya declarado la existencia de responsabilidad patrimonial. La solución a esta cuestión debe encontrarse en el carácter separable que la acción directa, como integrante del régimen contractual del seguro de responsabilidad patrimonial de la Administración, tiene respecto del régimen administrativo. Sin embargo, la prerrogativa de autotutela decisoria se proyecta sobre la existencia de la responsabilidad patrimonial, pero no sobre la responsabilidad de la aseguradora y, en consecuencia, tampoco sobre la acción que, en el mismo marco iusprivatista, corresponde al tercero perjudicado. El TRLCSP declara que los contratos que celebren las Administraciones públicas se ajustarán a las prescripciones de la misma. El art. 25.1 proclama la libertad de pactos, subordinada a que los mismos «no sean contrarios al interés público, al ordenamiento jurídico y a los principios de buena administración». En esta cláusula deben estimarse incluidos los preceptos de la LCS, la cual reconoce la acción directa del tercero perjudicado. La LCS proclama la imperatividad de sus preceptos (art. 2), con el fin de evitar que una de las partes del contrato, por hallarse en una posición de dominio respecto a la otra, pueda imponer la modificación del régimen legal. Por lo que respecta a la Administración, se plantea la cuestión de si esta imperatividad se mantiene cuando se cumplen las condiciones del llamado seguro de grandes riesgos. El art. 44.II LCS, dispone que «no será de aplicación a los contratos de seguros por grandes riesgos, tal como se delimitan en esta Ley, el mandato contenido en el art. 2 de la misma». A su vez, el art. 107.2 c) incluye entre los grandes riesgos los de «responsabilidad civil en general, y pérdidas pecuniarias diversas, siempre que el tomador supere los límites de, al menos, dos de los tres criterios siguientes: Total del balance: 6.200.000 ecus; Importe neto del volumen de negocios: 12.800.000 ecus; Número medio de empleados durante el ejercicio: 250 empleados». Cabe preguntarse si, cuando la Administración como tomador del seguro supera los expresados límites, existe la posibilidad de exclusión de la acción directa. Pues bien, la libertad de pactos se funda en la inexistencia de una desigualdad entre las partes que justifique la imperatividad de los preceptos de la LCS. Pero la exclusión de la imperatividad carece de sentido cuando se trata de un tercero ajeno al contrato, pues ejerce un derecho propio concedido por la ley, de modo que nade puede privarle de él aunque se trate de grandes riesgos. De ahí el reconocimiento judicial de la acción directa también cuando el asegurado es una Administración pública. Por otro lado, el art. 46 Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias, establece en el ámbito de la asistencia sanitaria privada, incluyendo tanto a los profesionales sanitarios como a toda persona jurídica o entidad que preste cualquier clase de servicios sanitarios, la obligación de «suscribir el oportuno seguro de responsabilidad, un aval u otra garantía financiera que cubra las indemnizaciones que se puedan derivar de un eventual daño a las personas causado con ocasión de la prestación de tal asistencia o servicio». Enlaza esa disposición con la previsión contenida en el art. 75 Ley de Contrato de Seguro, referida a la obligatoriedad del seguro de responsabilidad civil para el ejercicio de aquellas actividades que por el Gobierno se determinen, hasta el punto de que «la Administración no autorizará el ejercicio de tales actividades sin que previamente se acredite por el interesado la existencia del seguro», pudiendo ser sancionada administrativamente la falta del mismo y configurándose como requisito para el ejercicio de tales actividades. La idea del seguro obligatorio suele ir ligada a la de responsabilidad por riesgo, cuando lo cierto es que se tratan de dos fenómenos independientes aunque en ocasiones unidos por el deseo del legislador de ofrecer una garantía adicional para ciertas actividades propiciadoras de riesgos. En sectores concretos (navegación área, circulación viaria, caza) se ha considerado insuficiente el régimen común de responsabilidad extracontractual presente en el Código Civil, razón por la cual se han dictado leyes especiales que recogen bien una responsabilidad objetiva pura en la que el daño, conectado a un riesgo definido previamente, se constituye en única fuente de la obligación de responder, o bien de carácter atenuado mediante la inversión de la carga de la prueba o la limitación de las causas de exoneración de la responsabilidad. En esas circunstancias la excepcionalidad del régimen legal se completa con la obligación de suscribir un seguro obligatorio que pretende ser la salvaguarda económica para la indemnidad del perjudicado dentro de unos límites económicos previamente establecidos. Existe así una correlación conceptual entre riesgo, responsabilidad objetiva y seguro obligatorio que no permite alterar esa sucesión de ideas relacionadas so pena de desvirtuar esta moderna institución jurídica. Tal rigor en su configuración no es baladí sino que está justificado en la excepcionalidad de un régimen cuyo fundamento, como señala SANTOS BRIZ, «no radica en estos supuestos en la antijuricidad del acto, ya que éste es conforme a derecho, ni en la imputación (sin más) de un determinado riesgo, sino en la exigencia de "justicia conmutativa"» (8) . El seguro obligatorio obedece, pues, a una doble finalidad: servir de garantía a las consecuencias de un régimen de responsabilidad objetiva o por riesgo, y establecer topes indemnizatorios que determinen la cobertura económica que se ofrece para esa garantía. Lo primero no implica que todo seguro obligatorio conlleve una calificación de la actividad asegurada como de riesgo, ni lo segundo que deba baremizarse el daño de acuerdo con unas tablas preestablecidas. Así, por un lado, existen normas legales (por ejemplo la que regula la actividad de los mediadores de seguros) y corporativas (para el ejercicio de la abogacía) que exigen la suscripción obligatoria de un seguro de responsabilidad civil sin que ello suponga calificar su actividad como de riesgo; y, por otro lado, sólo conocemos un único seguro obligatorio (el del automóvil) que establezca un baremo indemnizatorio. Según nuestro criterio y, a falta de mención expresa en la norma debido a la parquedad que la adorna, el seguro obligatorio de los profesionales sanitarios estaría en la línea de sus homólogos citados, esto es, no implicaría asumir una responsabilidad por riesgo, ni tampoco, en consecuencia, estaría en disposición de exigir un sistema tabular de los daños al amparo de la cobertura obligatoria. Cuestión distinta es que la práctica jurisprudencial interpretando correctamente las normas de protección de los consumidores haya incurrido en una cierta objetivización de la responsabilidad de la organizaciones sanitarias —no así de los profesionales—, situación que ha provocado que por algunos sectores —principalmente el asegurador—, se demande un baremo similar al que actualmente y desde el año 1995 existe para el seguro del automóvil. Lo primero es una consecuencia ineludible del sistema legal instaurado por la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, mientras que lo segundo surge de la alarma por los datos de siniestralidad en este contexto. El seguro de responsabilidad civil, tanto cuando el asegurado sea una Administración pública como cuando se trata del profesional sanitario, cumple una función tuitiva de los intereses del perjudicado. Se pretende garantizar que perciban —hasta el límite de la cobertura fijada— la indemnización que compense o resarza el daño sufrido, con unos especiales intereses añadidos con cargo a la aseguradora de evidente naturaleza coercitiva y sancionadora, visto su importe sobre todo a partir del segundo año tras el siniestro, con los que se pretende propiciar el pago rápido al damnificado. Pero sucede que a la aseguradora de la Administración sanitaria rara vez (quintando los casos de ejercicio de la acción directa en el orden civil) se le imponen tales intereses. Resulta así que, como en el cuento de Alicia en el País de la Maravillas, la aseguradora se comporta como ese conejo blanco que siempre llega tarde, es decir, que sólo paga cuando se condena a su asegurada o ésta reconoce su responsabilidad, pero sin abonar esos intereses legales que cierta complacencia judicial —propia del orden contencioso-administrativo— le excluye. Y esa impuntualidad del conejo en cuestión propicia todo una serie de desencuentros ciertamente surrealistas porque la mora en el pago (entre 4 y 6 años por promedio, más si el proceso llegase al Tribunal Supremo) no sólo queda impune sino que tampoco favorece el acuerdo extrajudicial porque el tiempo para la aseguradora —también nunca mejor dicho— no tiene interés posible. III. DE CÓMO ALICIA REPLICA A LA REINA DE CORAZONES POR EL ROBO DE UNAS TARTAS, QUE SON LOS INTERESES SISADOS AL PERJUDICADO EN BENEFICIO DE LAS ASEGURADORAS «La Reina de Corazones, una tarde soleada, con gran arte y mucho tiempo, habría hecho unas tartas. Esta Sota que pasaba por el lugar de los hechos las robó, y hoy se le imputa un crimen de escamoteo» (9) . Nuestro modelo de justicia contenciosa toma como origen el modelo francés, que fue quien, ya desde la Revolución Francesa, marcó el inicio del Derecho administrativo y de la justicia contenciosa. El núcleo esencial de este modelo pivota en torno al principio de separación de poderes, y cuando el Poder judicial controla la legalidad de la Administración se produce una tensión entre legalidad e interés público que se resolvía haciendo que la jurisdicción únicamente anulase el acto o reglamento contrario al ordenamiento, de forma que la potestad administrativa queda salvaguarda, porque aunque el acto anulado sea expulsado del ordenamiento la Administración puede crear un nuevo acto o reglamento. La construcción del sistema de justicia administrativa puso sus fundamentos en el acto administrativo como su instrumento de control. García de Enterría nos recuerda cómo en los primeros pasos posrevolucionarios la Constitución francesa de 1791 asume el control del ejercicio del poder como derivado del principio básico de sumisión de la actuación de los administradores a la Ley (10) . Dada la fortaleza de los orígenes es lógico observar en el devenir histórico las dificultades para que la transformación de la justicia administrativa consiguiera desprenderse del acto administrativo como el eje central y requisito sine qua non de acceso a la jurisdicción contencioso-administrativa. Este modelo se vio insuficiente al avanzar el tiempo ya que no permite una tutela judicial efectiva, al no poder obtener justicia ni resarcimiento ante cualquier comportamiento ilícito de la Administración. Por eso el proceso contencioso-administrativo, tal y como también recuerda GARCÍA DE ENTERRÍA, merced a los cambios experimentados en el ordenamiento jurídico francés, ha sufrido una verdadera «revolución científica», ya que, se argumenta que «el nuevo paradigma, debe estar constituido por las exigencias constitucionales de una tutela judicial pronta y cumplida de los derechos subjetivos e intereses legítimos de los administrados, que tenga por objeto el control de la entera función administrativa» (11) . Las exigencias socioeconómicas han modificado el marco legal de funcionamiento de la Administración Pública y, consecuentemente, se ha transformado la relación administración-ciudadano. Tornos Mas describe la situación actual del proceso contencioso-administrativo en el sentido de que «la norma, a la que debe referirse el Juez para enjuiciar la conducta Administrativa, no es ya siempre el límite a la injerencia administrativa en la esfera del particular, sino el fundamento de una actuación de la que depende que sea realidad el derecho del administrado. El conflicto interés público-interés privado se diluye en muchas ocasiones, al oponerse dos intereses generales» (12) . Surgió de ahí la necesidad de superar el carácter revisor de la jurisdicción contenciosa lo que ha permitido ampliar las potestades del Juez. El órgano jurisdiccional tiene así como único criterio interpretativo y aplicativo el art. 24 CE, esto es, el poder-deber de otorgar una tutela judicial completa al administrado, sin restricción alguna, cuando sea necesaria para la efectividad de las situaciones jurídicas sustanciales deducidas. Ese avance ha estado marcado por el reconocimiento de la importancia de otro tipo de pretensiones y sentencias, tales como las declarativas y las de condena para lograr una plena y universal justiciabilidad del poder administrativo. El sistema de pretensiones reconocido como objeto del recurso contencioso-administrativo se encuentra firmemente ligado, por el art. 25 Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (en adelante LJCA), a una serie de supuestos a partir de los cuales se podrá configurar un recurso contencioso. En este sentido podrá versar sobre la actuación ilícita que se traduce en actos administrativos stricto sensu, respecto de la impugnación de reglamentos y sus actos de aplicación, pero además podrá conocer de la inactividad de la Administración y las actuaciones materiales que constituyen vía de hecho. La doctrina, no obstante, ha echado de menos que la LJCA no admitiera un sistema abierto de pretensiones. Así HUERGO LORA expresa que «existe otra forma de concebir el contencioso, mucho más sencilla, que consiste en mantener el recurso contra actos administrativos (y el recurso contra reglamentos) como acciones específicas, exclusivas de este orden jurisdiccional, y permitir también que, en aplicación de la cláusula general de la Ley de Enjuiciamiento Civil, puedan ejercitarse acciones judiciales no impugnatorias en las que se deduzcan cualesquiera otras pretensiones, sin más requisito que, en su caso, una reclamación previa a la Administración, ni más plazo que el de prescripción a semejanza del sistema alemán» (13) . Principalmente son dos las pretensiones que pueden ser objeto en el proceso contencioso: la declarativa y la de condena. La declarativa, en el art. 31 LJCA, implicaría que le Tribunal se pronuncie en relación con la conformidad o no a Derecho y la anulación de actos y disposiciones susceptibles de impugnación. Se relaciona con un interés lesionado por el incumplimiento del deber objetivo y general de la Administración de actuar a tenor del ordenamiento jurídico. Se trataría de un típico juicio de anulación en relación con la tutela de intereses legítimos lesionados por el incumplimiento del deber objetivo y general de la Administración de actuar conforme a Derecho en el marco de un típico ejercicio procesal contencioso-administrativo de impugnación-anulación. Por otra parte, el mismo art. 31, en el segundo apartado, establece la posibilidad de pretender una declaración sobre el «reconocimiento de una situación jurídica individualizada» anudada a una pretensión de condena por la cual el Tribunal habrá de imponer las medidas necesarias para el restablecimiento de dicha situación jurídica, entre las cuales, puede tratarse de una indemnización. Este tipo de pretensiones se relaciona con la tutela de situaciones jurídicas subjetivas o derechos subjetivos a través de un acto declarativo cognitorio. Por lo tanto, no se trata de la típica tutela de la legalidad objetiva en relación con la anulación de un acto que no se adecua a las normas, sino que va más allá al exigir el pronunciamiento sobre una situación específica que puede ser un derecho subjetivo o un interés legítimo vulnerado. Sobre la configuración de este recurso en relación con los derechos de los ciudadanos, García de Enterría ha señalado que «no se trata, pues, de una simple adición práctica de nuevas y casuísticas facultades al juez, sino de algo bastante más sustancial, del reconocimiento de que lo que exhibe el ciudadano recurrente no es, como se había pensado hasta ahora, con plena tranquilidad de conciencia, un simple interés más o menos inespecífico y oficioso, que ponía en movimiento una justicia abstracta, que para nada debía atender a la posición subjetiva del administrado, sino un verdadero derecho subjetivo propio, que postula como tal su tutela completa y efectiva» (14) . Cuando se trata de la impugnación de la inactividad administrativa el ciudadano podrá pretender una declaración de condena a la Administración para que cumpla con sus obligaciones en los términos en que éstas estén establecidas. Si, por el contrario, se trata de una vía de hecho originada en una actuación material sin la debida cobertura jurídica de la actuación administrativa (acto y procedimiento) el demandante podrá ejercitar una pretensión declarativa que reconozca que dicha actuación es contraria a Derecho y ordenar el cese de dicha actuación y el reconocimiento de situaciones jurídicas individualizadas derivadas de la vía de hecho, adoptando las medidas necesarias para su restablecimiento, incluida la indemnización por daños y perjuicios, todo ello en relación con el art. 32 LJCA. El art. 21 LJCA considera demandados a los terceros cuyos derechos o intereses legítimos puedan quedar afectados por la estimación de las pretensiones del demandante [ap. b) del art. 21.1] y a las aseguradoras de la Administración [apartado c) del art. 21.1]. No se distingue entre partes principales y accesorias, por lo que todas tienen el mismo tratamiento y habrá que aplicar en su caso las reglas del litisconsorcio pasivo respecto al desenvolvimiento del proceso. En el orden contencioso-administrativo este litisconsorcio nunca será necesario, tal y como ya sentó el Tribunal Constitucional en su sentencia 44/1986, de 17 abril, en interpretación de lo establecido en el art. 29 LJCA de 1956, cuyo contenido no ha sido modificado en lo sustancial en el correlativo art. 21 de la vigente Ley procesal. No existe la obligación de demandar junto con la Administración a estos terceros cuyos derechos o intereses puedan verse eventualmente afectados, siendo obligación del juzgador y de la Administración emplazar a los que figuran como interesados en el expediente administrativo de acuerdo con lo previsto en el art. 49 LJCA (STS de 27 de enero de 2012). Como regla de principio la relación jurídico-procesal se establece entre el demandante y la Administración (STSJ Galicia de 3 de marzo de 2009) y el actor cumple con dirigir la demanda contra la Administración que ha dictado el acto recurrido, correspondiendo la legitimación pasiva a la Administración de la que proviene el acto recurrido porque el recurso no se interpone contra personas determinadas sino contra un acto, de modo que devienen demandados automáticamente la Administración autora del mismo y todos aquellos a quienes hubiere originado derechos; ningún defecto puede atribuirse al recurrente a la hora de dirigir el recurso exclusivamente contra la Administración autora del acto recurrido, es ésta la que debe emplazar a los interesados con la advertencia de que pueden personarse como demandados. Según el art. 70.2 LJCA la sentencia estimará el recurso cuando la disposición, la actuación o el acto incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder. El art. 71.1 LJCA enumera el contenido que deben tener aquellas sentencias en las que se estime el recurso contencioso-administrativo interpuesto: Evidentemente, la concurrencia de estos pronunciamientos dependerá de las pretensiones ejercitadas en la demanda. Pero en todos los casos la sentencia declarará la disconformidad a Derecho de la actuación administrativa impugnada, lo que implicará la anulación de la misma, siendo éste el primer pronunciamiento que debe llevarse al fallo de la sentencia. Aunque no se diga expresamente la anulación del acto administrativo implica la anulación de aquellos otros actos que traen causa de la resolución impugnada (STS de 30 de junio de 1987). Ello responde al carácter jerarquizado y necesario que sigue teniendo el recurso de alzada; y en la medida en que hubiera sido utilizado, también él potestativo de reposición. La anulación del acto administrativo impugnado que resuelva el recurso se extiende también a la resolución dictada por el inferior jerárquico. Es importante la distinción entre fallos que simplemente declaren la anulación del acto administrativo impugnado y aquellos que, además, acogiese en pretensiones de reconocimiento de una situación jurídica individualizada (art. 72.3), respecto de los cuales se ha querido facilitar la extensión de sus efectos a terceros (regulado en los arts. 110 y 111 LJCA). Cuando el actor, además de la propia anulación del acto, solicita al reconocimiento de una situación jurídica individualizada, la sentencia estimatoria contendrá otro pronunciamiento donde se reconoce expresamente esa situación pretendida por la parte actora, y se condenará a la Administración adoptar las medidas que resulten necesarias para el pleno restablecimiento de aquélla. La posibilidad contemplada en el art. 71.1 c) de condena a dictar un acto o a realizar una actuación jurídicamente obligatoria está pensada directamente para aquellos casos donde el recurso haya sido interpuesto contra la inactividad de la Administración. La sentencia condenará por ello a la Administración a realizar la actuación que no hizo. Si el recurso lo fue contra una vía de hecho la sentencia, además de declarar tal actuación contraria a Derecho, ordenará el cese de la actuación y adoptará cuantas medidas sean necesarias para el cese efectivo de la misma. Suele ser frecuente en materias como expropiación forzosa o responsabilidad patrimonial que se solicite de la Administración un resarcimiento de daños y perjuicios [art. 71.1 d)], que bien puede ser la pretensión principal ejercitada como medida necesaria para el restablecimiento de la situación jurídica individualizada. En estos casos la sentencia contendrá los siguientes pronunciamientos: Se aduce a que en nuestro sistema contencioso no es posible que se condene a una pluralidad de demandados al margen de la Administración. La causa de dicha conclusión es el objeto del proceso contencioso: disposiciones, actos (expresos o presuntos), inactividad y actuación de hecho. Como el objeto del proceso únicamente puede ser la de declarar la antijuricidad de alguna de aquellas actuaciones, aunque exista algún codemandado, el fallo, de ser estimatorio, siempre tendrá la misma estructura: anular la actividad administrativa y obligar a realizar lo debido. Ha de ser la Administración quien obligue al codemandado con alguna actividad nueva que sustituya la anterior anulada para acomodarse a la legalidad. Es decir, se supera el sistema de revisión administrativa y la tutela judicial efectiva al encuadrar la petición del demandante a la actividad administrativa. Entran, pues, en juego otros supuestos que tienen por objeto medidas administrativas que no constituyen verdaderos actos administrativos o no se dirigen a impugnar acto alguno, sino que constituyen el vehículo para la formulación de pretensiones declarativas o de condena, todas ella relacionadas con el Derecho Administrativo, en las que el particular ha de forzar a la Administración a que atienda su petición, para así provocar un acto (solicitando una prestación o un reconocimiento) que posteriormente se ve recurrido. Siendo así es la única posibilidad en la que se podría condenar a un codemandado y no a la Administración, e incluso mantener un «pleito administrativo» entre particulares. El art. 21.1 c) LJCA dispone que las aseguradoras de las Administraciones públicas siempre serán parte codemandada junto con estas. La voluntad del legislador era reforzar la idea de unicidad jurisdiccional en cuestiones de responsabilidad patrimonial de la Administración, aunque no con la claridad suficiente a juzgar por el vaivén jurisprudencial existente hasta entonces en la práctica. Cosa distinta es ver si se ha conseguido de forma efectiva (15) . El citado precepto es de una aparente claridad, lo que sin embargo no lo deja exento de críticas. Se ha dicho así, por ejemplo, que es un disparate regular un supuesto como este en un precepto de regla general; en efecto podría pensarse que con la regulación que en 2003 se dio al art. 9.4 LOPJ y, sobre todo, al art. 2 e) LJCA no harían falta mayores precisiones respecto a la llamada legitimación pasiva (16) . Además las aseguradoras en todo caso tendrán la legitimación derivada del art. 21.1 b), por lo que no sería imprescindible su consideración expresa en un apartado distinto. También se ha argumentado que en realidad la aseguradora no siempre tiene su rol procesal limitado al de codemandado, como parece desprenderse de la literalidad del precepto, y que supondría que en todo caso debe colaborar a la defensa del acto impugnado, sino que también tendría su propia acción según las reglas generales de la legitimación activa, por ejemplo en el caso en que considere que la indemnización acordada por la Administración es excesiva (17) . Dada la inexistencia general de litisconsorcios pasivos necesarios en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo debe entenderse que subsiste en todo caso la posibilidad de interponer acción sólo contra la Administración o contra la aseguradora también. En el primer caso, la aseguradora será llamada al proceso contencioso tras el emplazamiento previsto en el art. 49 LJCA, lo que puede dar lugar a situaciones curiosas, por ejemplo, por el allanamiento de la Administración frente a la pretensión indemnizatoria (18) . La posibilidad de la acción directa únicamente contra la aseguradora arrastra la controversia a la jurisdicción civil, en aplicación de la regulación establecida en el art. 76 LCS, como hemos visto. Es indiferente, que el asegurado sea una Administración pública, a riesgo de desnaturalizar el contrato si defendiéramos la posición contraria; por ello, la doctrina pone en valor la necesidad de conciliar la acción directa del art. 76 LCS con el sistema jurídico-administrativo de responsabilidad extracontractual cuando el asegurado es una Administración (19) . Según el art. 74 LCS, «salvo pacto en contrario, el asegurador asumirá la dirección jurídica frente a la reclamación del perjudicado». Sin embargo, el Estado y las Comunidades Autónomas cuentan con cuerpos propios de letrados a quienes corresponde esta función (art. 1 de la Ley Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas). Una interpretación integradora de ambos regímenes jurídicos excluye la posibilidad de que la compañía aseguradora asuma en estos casos la dirección letrada de los asuntos, conclusión que se salva en virtud de la excepción que contempla expresamente el propio art. 74 LCS; puesto que se permite pacto en contrario sobre la cesión de la dirección jurídica, debe entenderse que las disposiciones normativas que la atribuyen a cuerpos específicos de funcionarios públicos son conocidas por las compañías contratantes, que las aceptan como pacto con la Administración incluso en el supuesto de que tal excepción no se contenga expresamente en el contrato. No obstante, la doctrina mercantilista señala que el pacto contrario a la cesión de la dirección jurídica debe incluirse en la póliza o articularse en virtud de un acuerdo posterior (20) . De otro lado, la misma doctrina entiende que el deber de cesión de la dirección jurídica conlleva otra serie de imposiciones sobre el asegurado, entre las que se cuenta la prohibición de que éste reconozca unilateralmente su responsabilidad y la prohibición de transigir (21) . Esto se enfrenta con la posibilidad de que la Administración lo haga con ocasión de la tramitación de procedimientos administrativos. Pero la contradicción se salva nuevamente por el carácter potestativo de la cesión, permitiendo considerar que en este caso existe un pacto a contrario en cuya virtud la Administración puede declarar unilateralmente su responsabilidad. De otro lado, el deber de no transigir «no puede imponer al asegurado un comportamiento ilícito, contrario a la buena fe» (22) de modo que no resultaría inválido un reconocimiento lícito del daño (esto es, la apreciación por parte de la Administración de que concurren los requisitos de la responsabilidad extracontractual), ni de los hechos que sean ciertos, aunque queda descartado cualquier acto de colusión o connivencia de la Administración con el tercero al objeto de beneficiar a éste. Para salvar el inconveniente en examen será preciso dar entrada a la aseguradora en el procedimiento administrativo de declaración de responsabilidad, de modo que pueda ejercer su posición y llegar incluso a recurrir el acto administrativo. Y de hecho así ocurre en la responsabilidad patrimonial sanitaria al crearse comisiones paritarias Administración-aseguradora para el análisis e informe de las reclamaciones presentadas. Si bien se afirma que no cabe otorgar una indemnización a un sujeto pretendidamente lesionado por una acción u omisión causalmente vinculada con la Administración pública sin un previo análisis de la cuestión en vía administrativa, pues de otro modo se concedería a la aseguradora la facultad de reconocer unilateralmente la responsabilidad administrativa y de interferir en el funcionamiento del sistema (23) , ello no impide ejercer la pretensión al margen del procedimiento administrativo y frente a la aseguradora en base a la acción directa, lo que incluye los trámites previos o preparatorios a la demanda, como son las diligencias preliminares o la conciliación preventiva, de la cual puede surgir un acuerdo indemnizatorio. Por lo tanto, puede el perjudicado acudir al orden civil, ejerciendo la acción directa única y exclusivamente contra la compañía aseguradora, y por tanto, sin demandar al mismo tiempo a la Administración causante del daño (24) . Existen así diferentes posibilidades; la primera demandar sólo a la compañía de seguros ante el orden civil, en ejercicio de la acción directa; la segunda demandar sólo a la Administración ante el orden contencioso-administrativo; y la tercera demandar a ambos (Administración y aseguradora) ante el orden contencioso-administrativo. Ahora bien, a mi juicio, al interesado no le conviene siempre ejercer la acción directa exclusivamente contra la aseguradora ante el orden civil, pues el clausulado de las pólizas de seguros se encuentra sembrado de múltiples cláusulas limitativas y delimitativas, que incluso pueden excluir la cobertura asegurada en determinados daños. La decisión más sensata y prudente debe orientar el proceso hacia el orden contencioso-administrativo, articulando un litisconsorcio pasivo entre la Administración y la compañía, de manera que garantice en todo caso el cobro de la indemnización si el riesgo no se encuentra cubierto o se limita mediante franquicias; y si está cubierto plenamente, con la redacción vigente del art. 9.4 LOPJ el juez contencioso-administrativo puede condenar al pago igualmente a la aseguradora. Sin embargo, las reticencias de los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa a imponer la condena de la aseguradora al abono de los intereses delart. 20 LCS hace incompleta la total indemnidad del perjudicado e insatisfactoria esa vía. Generalmente son tres la razones que se aducen para eludir su imposición: que si no hay declaración de responsabilidad no hay mora; que si la compañía de seguros no puede ser condenada al margen de la Administración; y que si hay que esperar a la sentencia para saber si hay responsabilidad. Razones todas ellas rebatidas por la Sala 1.ª del Tribunal Supremo en su reciente sentencia de 25 de febrero de 2014, ya comentada. Sin perjuicio de las peculiaridades procesales del planteamiento de la acción en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración, las mismas no pueden erigirse en esa causa justificada a que alude el art. 20.8 LCS para que no se condene a su aseguradora al abono de esos intereses. Ni la falta de reconocimiento en sede administrativa de la responsabilidad patrimonial es óbice porque el derecho a ser resarcido es previo, al nacer del siniestro mismo; ni la posibilidad de que no sean condenadas en sede judicial contencioso-administrativa al margen de la Administración es impedimento, porque ostentan plena legitimación pasiva, expresamente reconocida, no sólo para defenderse sino también para ser condenadas; y tampoco existe la necesidad de esperar a una sentencia para saber si hay responsabilidad al haberse superado en esta jurisdicción su carácter revisor del acto administrativo combatido. Al final de Alicia en el País de las Maravillas se dice que se «sabía perfectamente que le bastaba abrir los ojos para volver a la realidad» (25) . Con el art. 20 LCS a la jurisdicción contencioso-administrativa le ocurre exactamente lo mismo; basta con que abra los ojos a la jurisdicción del orden civil —a quien corresponde hacer la interpretación jurisprudencial del citado precepto— para dar efectividad plena al mismo, olvidando dónde se dilucida la acción del perjudicado, pues uno y otro orden no pueden ser realidades paralelas, sino exactamente la misma. Siendo así hasta es posible que las aseguradoras de las Administraciones sanitarias tengan más interés en indemnizar sin esperar a una sentencia, pues está podrá imponer —sin los miramientos actuales— ese otro interés que tanto temen, disuadiéndolas de mantener un larvado proceso judicial que en muchas ocasiones sólo viene a acrecentar el daño sufrido y a alejar a los ciudadanos de las Administraciones que les prestan ese fundamental servicio público. (1) CARROL Lewis, Alicia en el País de la Maravillas, traducción de Elena GALLO KRAHE, Editorial Luís Vives, Zaragoza 2011, pág. 53. (2) CARROL Lewis, op. cit., pág. 10. (3) MORENO GARCÍA, Juan Angel, «Intereses de demora. Causas justificadas o justas que exonera de su pago a la entidad aseguradora», Boletín Derecho de la Circulación, 1 de febrero de 2012. (4) CARROL Lewis, op. cit., p 12. (5) XIOL RIOS, Juan Antonio, «El ejercicio de la acción directa frente al asegurador de la responsabilidad civil de los entes públicos y asimilados». Libro de ponencias del III Congreso de la Asociación de Abogados especializados en Responsabilidad Civil y Seguro. http://www.asociacionabogadosrcs.org/congreso/ponencias3/PonenciaJuanAntonioXiolRios.html (con acceso el 28 de abril de 2014). (6) El Auto de 27 de diciembre de 2001 de la Sala Especial de Conflictos de Competencia del Tribunal Supremo, declaró, aún después de las modificaciones legales operadas por la Ley Orgánica 6/1998, de 13 de julio, la competencia de la jurisdicción civil en casos de reclamación indemnizatoria derivada de responsabilidad patrimonial de la Administración, cuando se esté ejercitando la acción directa contra una compañía aseguradora. (7) Comúnmente conocido como P&I, que representa el seguro marítimo obligatorio, el cual deriva inicialmente del Convenio sobre responsabilidad civil por daños debidos a la contaminación de hidrocarburos de 1969. (8) SANTOS BRIZ, Jaime, «La responsabilidad civil. Derecho sustantivo y derecho procesal», vol. II, Ed. Montecorvo, Madrid, 1993, pág. 555. (9) CARROL Lewis, op. cit., pág. 120. (10) GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, «Las transformaciones de la justicia administrativa: de excepción singular a la plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de Paradigma?», Civitas, Cizur Menor, 2007, págs. 27 a 29. (11) GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, «Hacia una nueva justicia administrativa», Madrid, Civitas, 2.ª ed., Cizur Menor, 1992, pág. 100. (12) TORNOS MAS, Joaquín, «La situación actual del proceso contencioso-administrativo», en Revista de Administración Pública, Madrid, Madrid, núm. 122, mayo-agosto 1990, pág. 104 (13) HUERGO LORA, Alejandro, «Un Contencioso-administrativo sin recursos ni actividad impugnada», en Revista de Administración Pública, núm. 182, septiembre-diciembre de 2012, pág. 42. (14) GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, «Las transformaciones...», op. cit., pág. 130. (15) MIR PUIGPELAT, Oriol, «La jurisdicción competente en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración: una polémica que no cesa (comentario a los Autos de la Sala Especial de Conflictos de Competencia del Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2001 y 21 de octubre de 2002 y propuesta de reforma legislativa)», en MONTORO CHINER, María Jesús (Coord.), La justicia administrativa: libro homenaje al Prof. Dr. D. Rafael Entrena Cuesta, Editorial Barcelona, 2003, págs. 51 a -537 (16) GONZÁLEZ PÉREZ, Jesús, «Comentarios a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa», Civitas, Madrid, 2013., págs. 323 y 324. (17) GONZÁLEZ PÉREZ, Jesús, op. cit. pág. 325 (18) HERNÁNDEZ DEL CASTILLO, Alejandro. «Problemas en caso de concurrencia de la Administración con los particulares en la producción del daño; jurisprudencia sobre la materia», en Manual de responsabilidad pública, Gabinete de Estudios de la Abogacía General del Estado, Aranzadi, Madrid, 2010, cit., págs. 557-558. (19) RAMIREZ YAGÜE, Ángel. «Acción directa del perjudicado contra la aseguradora de una administración pública: jurisdicción competente (contraste —¿o coincidencia?— entre "conceptos" e "intereses")», en ECHANO BASALDÚA, Juan Ignacio (Coord.), Estudios jurídicos en homenaje de José María Lidón, Universidad de Deusto, 2002, pág. 64. (20) SÁNCHEZ CALERO, Fernando. «Comentario al art. 74», en Comentarios a la Ley 50/1980, de 8 de octubre, y a sus modificaciones, Aranzadi, Cizur Menor (Navarra), 2010, pág. 443. (21) SÁNCHEZ CALERO, Fernando, opus cit., pág. 1664. (22) SÁNCHEZ CALERO, Fernando, opus cit., pág. 1664. (23) DÍEZ SASTRE, Silvia, «Culpa vs ilegalidad: de nuevo sobre el fundamento de la responsabilidad por acto administrativo», REDA, núm. 153, 2012, pág. 63. (24) GALLARDO CASTILLO, María Jesús, La responsabilidad patrimonial de la Administración sanitaria, Bosch, Barcelona, 2009, pág. 53. (25) CARROL Lewis, op. cit., pág. 136. 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